domingo, 15 de marzo de 2020

OS ESPERO A LAS 20:00 EN LOS BALCONES


       Pensábamos que esto no nos podría ocurrir nunca, que lo que estamos viviendo y lo que nos queda, eran cosas del pasado. Pensábamos que China estaba muuuuy lejos y que el virus no nos afectaría. Ya está aquí. 
        No es por desanimar, pero ayer escuchaba en la radio a un ciudadano chino, que es locutor de una radio china en España, que decía que allí la situación se da por controlada... después de 2 MESES, de estricto confinamiento ciudadano. 2 meses de estricto confinamiento, no el cachondeo que hemos vivido aquí. Decía que ahora van a empezar a volver los niños al cole y todo el mundo vuelta a su vida "normal", pero con mascarillas "to perro Pichichi".
         El sabio refranero castellano dice que "cuando las barbas de tu vecino veas cortar echa las tuyas a remojar", de modo que, amigos, id preparándoos para lo peor, pero sin dejar de esperar lo mejor. Esta situación es nueva para nosotros, afrontémosla sin miedo y con confianza en nosotros mismos, en la nación (no confundir con políticos de ningún signo). 


      Surgido de las redes sociales, no de los políticos que sufrimos, habréis visto en estos días la consigna #yomequedoencasa, nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros ancestros las pasaron mil veces más canutas que nosotros. Como la cabra siempre tira al monte, os traigo aquí hoy varios ejemplos de cuando nuestros antepasados se tuvieron que aplicar el #yomequedoencasa, pero ojo, sin estar bien abastecidos de comida, sin luz eléctrica, sin libros, sin internet, sin netflix, HBO, movistar, playstation, juegos de mesa, etc, etc, etc. 

        Desde la noche de los tiempos nuestros antepasados tuvieron que quedarse en casa confinados, en sus ciudades o en barcos y como os digo, en situaciones infinitamente peores a las nuestras. Aquí van algunos casos, muchos conocidos por todos, otros no tanto:

-Sitio final de Numancia 134 A de C:                8 meses.

-Cerco de Zamora 1072:                                     7 meses.
-Castillo de Salvatierra 1212:                              2 meses
-Asedio de Granada (1490-1492):                       2 años
-Castelnuovo (Montenegro) 1539:                      2 meses.
-Cerco de Orán y Mazalquivir (Argelia) 1563:   2 meses.


-Gran asedio de Malta 1565:                               4 meses.
-Cartagena de Indias (Colombia) 1741:              2 meses.


-Sitios de Zaragoza 1808-1809:                          2 meses cada uno.
-Sitio de Gerona 1809:                                        7 meses.
-Asedio de Cádiz 1810-1812:                              2 años y medio.
-Sitios de Bilbao 1836 y 1874:                            2 meses cada uno.
-Sitio de Baler (Filipinas) 1898-1899:                11 meses.


-Galeón de Manila-Acapulco (1565-1815):       Entre 4 y 5 meses sin tocar puerto
-Galeones de la Carrera de Indias (1520-1776): Entre mes y medio y 2 meses sin tocar puerto
-Retorno de Elcano desde Timor a Cabo Verde: 5 meses sin tocar puerto



    Como hemos visto, estos son solo algunos de los cientos de ejemplos de resistencia y tesón, hasta lo inimaginable, de nuestros antepasados. Ellos lo hicieron en terribles condiciones ¿no vamos a ser nosotros capaces de hacerlo en nuestras casas? DESDE LUEGO QUE SÍ.

    Cumplid por favor a rajatabla las medidas de seguridad, aplicad el sentido común, sed solidarios y responsables. Os espero a las 20:00 aplaudiendo desde nuestros balcones a nuestros servicios sanitarios, a nuestros camioneros, a nuestros trabajadores en mercados y puertos, a quienes mantendrán abiertas las farmacias, a todos nuestros policías, guardias civiles, soldados, a quienes seguirán trabajando para mantener todo lo posible las empresas en marcha, a quienes se quedarán días y días en casa con nuestros pequeños, a quienes lo harán en los centros de mayores. Ellos, todos ellos, sois vosotros, somos todos, nuestro ejército contra este maldito virus. Os espero a las 22:00 en todos los balcones de España, aplaudiendo, porque vamos a salir de esto y todo va a ir bien, porque no somos un país cualquiera, por que somos ESPAÑA, con nuestros defectos, con nuestras virtudes, con nuestras gilipolleces de derechas y de izquierdas, todos amamos a nuestra manera a esta tierra nuestra y JUNTOS saldremos de esto. 

¡¡¡ FUERZA ESPAÑA, FUERZA, ÁNIMO CONFIANZA !!!

MUCHÍSIMA SUERTE PARA TODOS, OS ESPERO A LAS 20:00 EN LOS BALCONES.



domingo, 15 de septiembre de 2019

LA ÉPICA HISTORIA DE DOÑA MENCÍA CALDERÓN 


    Si la historia de nuestra España está PLAGADA de héroes desconocidos, cuyas vidas serían un interminable filón para el cine, no os quiero decir lo que pasa con nuestras heroínas. Mujeres de armas tomar, que no necesitaban salir por ahí en bolas, chillando como locas, para demostrar que eran muy capaces de hacer lo hacían los hombres y también lo que estos no eran capaces de hacer.
    Está perfectamente documentado que las mujeres viajaron a Indias ya desde el tercer viaje de Colón, donde fueron 30 corajudas castellanas. Durante el siglo XVI unos 50.000 españoles llegaron en busca del "sueño americano" a aquel nuevo continente, de esos 50.000, unas 10.000 eran mujeres. Lo repito: 10.000 mujeres, un asombroso 20%. nada que ver con las exiguas cantidades de mujeres inglesas, holandesas, portuguesas o francesas, que surcaban los mares en pos de una vida mejor.
    Hace unos días os hablaba de la historia de nuestra paisana segoviana doña Isabel de Bobadilla, gobernadora de la isla de Cuba. Pues bien, hoy os traigo otra historia que espero os guste. Se trata de impresionante vida de doña Mencía de Calderón.
    Aunque arriba os he puesto el retrato de una mujer del Siglo de Oro, no se trata de ella, en realidad no se sabe cómo pudo ser en realidad.
    El caso es que doña Mencía, estaba casada con don Juan de Sanabria, nombrado Adelantado en el Río de la Plata y con él debía partir hacia tan remoto sur en tres barcos. La principal misión de la expedición no era conquistar sino poblar y por ello viajaban en ella 300 personas, más de 50 de las cuales, mujeres... e hidalgas. La mayor cantidad de nobles que viajaba a las Indias desde el desastre de El Darien, protagonizado por otro segoviano, el mítico Pedrarias Davila, y padre por cierto de doña Isabel de Bobadilla que... paro aquí, que me lío. Estábamos en otras aguas y con otras protagonistas. 
   Poco antes de salir, el esposo de doña Mencía fallece. Toda la fortuna de los Sanabria estaba invertido en aquellos barcos y en aquella misión, que ahora corre el peligro de no realizarse. ¿Qué imagináis que hizo dona Mencía? Lo que cabía hacer, recoger ella el guante y tirar "p'alante" acompañando a su bisoño hijastro de 18 años, en quien recae el mando... sobre el papel... de la expedición, comandada en realidad por nuestra protagonista.
   La expedición parte de España en 1550 y empieza la épica hazaña... Quienes ya os habéis leído mi última novela MUCAIN, el museo de la Carrera de Indias, conoceréis ya las espantosas condiciones que se vivían a bordo de los galeones que pasaban a Indias. Una épica contrarreloj de supervivencia cargada de los más aterradores peligros, las más increíbles aventuras y las situaciones más extremas y espeluznantes. Pues imaginaros en estas lides a aquellas jovencitas hidalgas...
   
   
    Pasando por delante de las costas africanas una tormenta dispersa a las tres naves. Doña Mencía, a bordo de la nao San Miguel, donde viajaban casi todas las mujeres, decide esperar a los otros dos bergantines, el Asunción y el San Juan... pero no aparecieron. De nuevo tira hacia delante y comienza a cruzar el Atlántico. 
   Mira que es ancha Castilla, pero más ancho es el océano y con todo y eso, tuvieron la mala fortuna de toparse con unos corsarios franceses... no imaginéis antes de tiempo. Ella se puso a negociar con los piratas y consiguió que no hubiera batalla y que se llevasen parte de la mercancía respetando lo más preciado que llevaban a bordo. Superado ese trance, con la consabida falta de alimentos, agua, tempestades y las bajas a bordo (entre ellas una de sus propias hijas) la San Miguel llega maltrecha a las Indias... a la Isla de Santa Catalina, perteneciente al enemigo reino de Portugal, donde naufraga. 
   Tres años después de penurias sin fin, los supervivientes consiguen hacer un nuevo barco, con el que salen de la isla y llegan al continente, pero de nuevo a posesiones portuguesas, donde toda la tripulación es retenida y el barco requisado.
   Dos años más tarde al fin son liberados pero el portugués no da barcos para bajar hasta el Río de la Plata ni medios para construir uno, de modo que, de nuevo con los restos de su propio naufragio, hacen otro barco, pero es demasiado pequeño y no caben todos en él... doña Mencía toma una decisión asombrosa. Si ese malnacido portugués no le daba barcos y no cabían todos en "el reciclado" ellos tenían piernas. 
   6 años después de salir de España y arrastrados por la poderosa personalidad de nuestra protagonista, el grupo consiguió llegar a su destino, tras hacer ¡¡¡más de 1500 km a pie, atravesando selvas, no pisadas jamás por ningún europeo!!! Sufriendo situaciones durísimas, inimaginables. No me digáis que esto no es un filón de oro para una novela o para una superproducción o incluso una serie que están tan de moda. Si ven los guionistas de HBO o Netflix esta historia "se les caen todos los palos del sombrajo".
    En mayo de 1556, y conducidos por doña Mencía y Juan Salazar de Espinosa, 21 mujeres, 22 hombres,y algunos pequeños nacidos en esos 6 años, llegaron al fin a su destino, a las tierras del Río de la Plata, a unos 50 Km de la actual capital del Paraguay, Asunción. Imaginaos la alegría, la felicidad, los llantos, los momentos que se debieron de vivir allí, la estupefacción y lo que debieron pensar quienes vieron salir de las selvas a aquel grupo.


    Me viene a la mente la célebre frase de "Castilla hace sus hombres, y los gasta" y habría que añadir aquí y mujeres. Hombres traídos al mundo por mujeres impresionantes, educados por ellas, mujeres valientes que no se conformaron con la vida que les había tocado, como la comunera María de Pacheco, como Inés Suárez, como doña Mencía o la propia doña Isabel de Bobadilla y miles y miles más, que arrasaron la historia sin pasar a ella, impulsando corazones, impeliendo voluntades, creando vida. No todas las que pasaron a Indias fueron monjas, ni mucho menos prostitutas. Fueron gobernadoras, artistas, adelantadas, emprendedoras, comerciantas, artesanas, regidoras de haciendas, educadoras, cuidadoras, guerreras cuando hubo que serlo, sin por supuesto dejar de ser madres, esposas ni perder su condición de mujeres.
   Me río yo del "sexo débil". 
   Cuando se construya el MUCAIN en Cádiz, sus nombres poblarán la quilla de hormigón del Museo. Sus hazañas serán recordadas como ejemplo, aliento e inspiración para futuras generaciones.



viernes, 30 de agosto de 2019

EL VISITANTE MÁS ILUSTRE DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

      Aquí en La Granja, hemos tenido todo tipo de insignes visitantes. Famosos y poderosos, famosísimos y poderosísimos. Sin embargo, un sábado 7 de Septiembre, pero de 1806, los salones y jardines de estos Reales Sitios, eran atónitos testigos de la visita de quizá, el visitante más ilustre que haya pisado jamás estos lugares:
Francisco Javier Balmis y Berenguer. Os lo presento:


     Supongo que muchos no sabréis quién fue este gigante de nuestra historia. No os preocupéis para esto es esta entrada. 
      Ahora que están tan en boga los barcos que ayudan gente, mafiosos que se lucran con la desdicha para unos, y héroes de la libertad para otros, os voy a hablar de este hombre, su epopeya, su generosidad y al mismo tiempo, desmentir la odiosa leyenda negra que dice que España nunca hizo nada en pos de la Humanidad.

      La viruela, una de las enfermedades más mortíferas de la historia, causaba estragos en la España virreinal. Los españoles de aquellos pagos pidieron auxilio a su rey, el infame Carlos IV (quien a la postre traicionaría a todos sus súbditos, pero eso es otra historia) El rey seleccionó a su médico y nuestro protagonista, para llevar a cabo, desde 1803, hasta 1806 la "Real Expedición Filantrópica de la Vacuna"
      El bueno de Balmis partió desde el puerto de La Coruña en la veloz corbeta María Pita. A bordo, los 22 ángeles de la viruela. 22 huérfanos que portaban directamente en su cuerpo la vacuna viva de la viruela. Niños que ya habían pasado la viruela y eran inmunes a ella. Además, llevaban grandes cantidades de instrumental quirúrgico y cientos de libros con el "Tratado práctico e histórico de la vacuna" para formar médicos y enfermeras en las misiones que establecerían en cada puerto visitado. Isabel Zendal, uno de los pilares de la expedición, se ocupó de cuidar y atender bien a los niños a bordo. Ved la cantidad de lugares que visitaron en esos casi 3 años:
      La vacuna pasaba directamente de los 22 niños de la expedición a los brazos de los enfermos. Se podría decir que fue el embrión de la primera Seguridad Social y gratuita de la historia. Se estima que casi medio millón de personas fueron salvadas directamente por la expedición Balmis y millones más gracias a las Juntas Sanitarias y Casas de Vacunación públicas que se establecieron en las capitanías generales y los virreinatos. Huelga decir, que estos lugares fueron desmantelados pocos años después tras las desastrosas independencias de los nuevos países... también eso es otra historia.

      El propio descubridor de la vacuna, el inglés Edwar Jenner escribió sobre la expedición:
"No puedo imaginar, que en los anales de la Historia, se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que este"

      El mismísimo Alexander Von Humboldt, padre de la geografía moderna y gran conocedor de la España americana apostilló: "Este viaje permanecerá como el más memorable en los anales de la historia"

      No me he querido extender mucho. Hay numerosa bibliografía, documentación y videos sobre este héroe "desconocido" y su irrepetible gesta. Investigad, sed curiosos, conoced la verdad sobre esta España nuestra, tan desprestigiada como desconocida por nosotros mismos.

     No todo el mundo puede presumir de haber salvado millones de vidas, el doctor Balmis las salvó, y dudo que presumiera de ello. Ni siquiera aquel lejano 7 de Septiembre de 1806 cuando vino a nuestro pueblo a retalar su hazaña sanitaria al maldito indigno y traidor Carlos IV.

Cuando dentro de unos años se construya el MUCAIN, el museo de la Carrera de Indias, en Cádiz, personajes como el doctor Balmis tendrán su propia sala, para reconocer, como es debido sus hazañas.
Imagen nocturna del futuro MUCAIN Museo de la Carrera de Indias (Cádiz)                         

sábado, 3 de agosto de 2019

Las luces del Real Sitio en el virreinato de la Nueva España


      Cuando éramos pequeños, a los de La Granja nos llevaban a ver los palacios de otros Reales Sitios: Aranjuez, El Escorial, El Palacio Real... No pagábamos. Era un ancestral (y hoy extinto) privilegio que teníamos los habitantes de los Reales Sitios de España. Allí aprendimos que aquello que colgaba del techo y daba una luz tan bonita no se llamaban lámparas. Se llamaban arañas. Cuando los guías nos preguntaban: -...y ¿alguno sabríais decirme dónde hicieron estas arañas? 
Nosotros respondíamos a coro con indisimulado orgullo: ¡¡¡EN LA GRANJAAAAA!!

      En esas pretéritas e inolvidables visitas, aquellos niños empezamos a aprender que teníamos algo que nos unía, nos diferenciaba y nos hacía sentirnos orgullosos. En nuestro pequeño pueblo de Segovia, de Castilla, además de un palacio, unas fuentes, unos jardines, los ríos donde nos bañábamos, las  montañas, los pinares y bosques donde comenzábamos a vivir nuestras aventuras, había algo más que nos hacía sentirnos únicos. Nuestros antepasados conocían y dominaban el arte del vidrio, un arte que llenaba los palacios, iglesias y catedrales allende nuestras montañas. ¡Qué orgullosos nos sentíamos! de encontrar y reconocer a nuestro pueblo "tan lejos de él", en aquellas lámparas... digoooo, arañas. Arañas, con su marcado estilo granjeño.

      Media vida después, he vuelto a recordar con inusitada dicha aquellos días. Los he revivido, como si hubieran sido ayer mismo. Aquel niño que sigue habitando en mí, con sus 47 añitos casi recién cumplidos, paseaba con la misma curiosidad, con el mismo apetito insaciable por conocer, por descubrir, por aprender... esta vez, allende nuestras fronteras, allende nuestros mares incluso. En una preciosa tierra, que durante casi 300 años fue España (que no "de España" leve, pero importante matiz) caminaba como digo, en una preciosa ciudad de nombre Santiago de Querétaro, a poco más de 200 Km de la megalópolis de México DF. En ese momento entro en el exconvento de la Santa Cruz, levanto mi vista... y... sí. Ahí estaban. Hermosas, enormes, inconfundibles. Dando luz, ayer con velas en aquel remoto lugar del casi inabarcable Virreinato de la nueva España, hoy con bombillas LED en esa ciudad de los Estados Unidos Mexicanos. 
      Casi se me sale el corazón del pecho al reconocerlas.
      El niño gritó de nuevo que esas arañas estaban hechas en La Granja, a unos 10.000 km de allí... el escritor comenzó a construir, a divagar... a soñar.

      En algún momento del pasado, llegó un pedido a la Real Fábrica de Cristales.Venía desde la otra punta de España, de uno de los miles y miles de lugares fundados y levantados por nuestros antepasados en las infinitas Indias: Santiago de Querétaro. Los maestros vidrieros hicieron lo que sabían hacer como nadie. Elaborar esas joyas de vidrio, hierro y bronce. Entonces me surgió la duda. Habían hecho lo fácil, ahora quedaba que sus delicadas obras de arte llegasen al otro hemisferio, a unos 10.000 km de La Granja. Y que llegasen enteras. ¿Cómo lo harían? Las frágiles arañas tenían que transitar por los duros caminos de la época hasta Cádiz, ser embarcadas en la flota de la Nueva España, realizar la dificilísima Carrera de Indias a través del impredecible Atlántico, ser desembarcadas cuidadosamente en Veracruz (por cierto, primera ciudad fundada en territorio continental americano hace 500 años) y transportadas por el Camino Real hasta México y de allí por otro camino más pequeño hasta Querétaro. Y vuelvo a preguntarme... ¿Pero cómo lo harían? ¿las llevarían montadas dentro de una caja de madera y apelmazadas con arena de sílice para que no se moviesen? ¿Con serrín? ¿Con paja? o... ¿las llevarían desmontadas? En ese caso tendría que viajar un artesano de La Granja para luego montarlas allí... y si fuera así, ¿se quedaría allí a vivir, o volvería a jugársela embarcando de vuelta en los galeones de la Carrera de Indias? con tales ideas en mente, salimos del templo y llegamos a otro de los puntos estratégicos de Querétaro, el palacio de la Marquesa... y...
       
     
       ...El corazón me brincó de nuevo en un pecho que aún no se había deshinchado. Allí estaba de nuevo una de esas soberbias arañas nuestras. Las luces del Real Sitio, en el Virreinato de la Nueva España.
      Sonreí.¡Qué grande fuimos! Y qué gran argumento para una novela, ¡vive Dios!
         Quizá algún día...
            ¿Quién sabe si recorrimos los mismos lugares que un día un granjeño montador de arañas?
               ¿Quién sabe si algún día esas arañas se expondrán en las salas del MUCAIN, el museo de la Carrera de Indias de Cádiz? Yo, por mi parte, haré todo lo posible para que eso ocurra. Para que la titánica y tan desconocida labor de nuestros ancestros se reconozca. Y no se olvide. 


  

sábado, 25 de mayo de 2019

MUCAIN El museo de la Carrera de Indias



Cádiz, inauguración del nuevo y brillante museo, en un futuro cercano…

Autoridades de medio mundo habían llegado a la preciosa ciudad española para lo que se había convertido en un evento global. Tras el discurso de bienvenida del alcalde de la villa, los mandatarios de los países hermanos, se pusieron en pie para aplaudir al presidente de la nación, que se dirigía sonriente a la tribuna. En frente, delante de la inmensa explanada del ultramoderno y flamante museo, se amontonaban decenas de miles de personas para contemplar con sus propios ojos el excepcional evento. Todos se sentían coprotagonistas de aquel acontecimiento inusitado, con la intensa emoción del que sabe estar viviendo un momento histórico. Sin embargo, pocos de los presentes podrían haber creído unos años antes, que lo que comenzó con un simple hastagh en las redes sociales, lograría erigirse en la realidad de la que ahora eran todos testigos. En los últimos tiempos, esas redes sociales habían conseguido cosas increíbles, pero nunca hacer realidad un sueño y ese día, miles de ojos lo contemplaban absortos en directo y millones a través de esas mismas redes.
«Dronicópteros» de varios tamaños de la Policía Nacional y de la Guardia Civil controlaban todo el espacio aéreo y sobrevolaban la enorme explanada, para yugular cualquier amenaza. La tormenta de aplausos arreciaba mientras el mandatario se posicionaba ante la tribuna de oradores.
–Señores jefes de Estado y de gobierno, señoras y señores: les doy la bienvenida a nuestra amada y hermosa ciudad de Cádiz. –Los entusiastas aplausos de los gaditanos, obvia mayoría entre la multitud y los más apasionados de los pasionales andaluces, interrumpieron el discurso.
Cuando las palmas cesaron, las palabras volvieron a retumbar por la perfecta megafonía. –Esta maravillosa ciudad de Cádiz ha vivido no pocas vicisitudes, sus gentes vieron pasar por aquí a fenicios, griegos, cartagineses, romanos, vándalos, visigodos, bizantinos, árabes... Sus muros, los mismos que vieron salir y llegar flotas cargadas de mercancías y tesoros, resistieron a la tiranía de Napoleón y vieron el nacimiento de la primera constitución de nuestro país. Cádiz fue pionera en muchas y grandes cosas y hoy lo es de nuevo, con esta maravilla que tengo a mis espaldas.
Los aplausos del pueblo cortaron de nuevo la palabra del político, quien tras unos instantes, la retomó.
–Permítanme que me dirija ahora a las buenas gentes de Cádiz. En un tiempo récord, con una ejecución y gestión impecables, se ha levantado gracias a vosotros este hito de la historia, este fantástico edificio para recuperar nuestra memoria y sentirnos orgullosos de ella. Tras de mí, tenéis este sublime museo, vuestro museo ¡Y que desde este mismo momento, queda inaugurado!
Al instante, la famosa patrulla Águila del ejército del aire pasó con estruendo sobre el cielo de Cádiz, proyectando sobre el museo la bandera de España con el humo de sus reactores. El delirio se apoderó de la entregada multitud que aplaudía y gritaba desaforadamente mientras los aviones se perdían hacia la bahía. El mandatario aprovechó para retomar la palabra.
–Aquí pues tenéis al fin vuestro hermoso museo, pero nada de él habría sido posible sin vuestro esfuerzo e ilusión. ¡Un millón de gracias a todos! Y todo eso… –Otra nueva salva de aplausos detuvo las palabras del presidente… –Y todo eso decía, tampoco habría sido posible sin Gadea Núñez de Ayala, creadora y promotora de todo, corazón y detonante de esta maravillosa, de esta extraordinaria e increíble historia.
El gobernante se giró y ahora fue él, quien mirando a una joven, comenzó a aplaudir. Una mujer menuda pero elegante, se levantó de la tribuna de invitados mientras un estruendo de palmas y vítores aclamaban con desatada locura a quien lo había originado todo, a quien lo había desencadenado todo, con tenacidad y tesón. Todos allí lo sabían y ahora se lo agradecían como si en vez de una historiadora, fuese un ídolo del fútbol o una estrella del rock. Caminaba despacio hacia la tribuna, en parte orgullosa, en parte abrumada, en gran parte feliz.
Cuando se situó frente a los drones de las televisiones se hizo el silencio. Todos anhelaban sus palabras, pero entonces todo terminó. Las características sirenas de ataque aéreo lo llenaron todo, lo inundaron todo, demolieron todo…


Madrid, 11 de noviembre de 2010.

…Las características sirenas de ataque aéreo lo llenaron todo, lo inundaron todo, demolieron todo, rompiendo el silencio de la hasta ahora callada habitación.
–¡Joder, Gadea! –se quejó despacio su adormecida compañera de dormitorio–. ¿No puedes poner otra alarma en el puto móvil? ¡La madre que te parió!
La aludida se estiró, desentumeciéndose con ganas y miró su viejo Nokia con los ojos achinados. En la pantalla destellaban intermitentemente las 5:32. Apagó la alarma, se levantó y acarició el pelo de Ainoa.
–¡Buenos días dormilona!
–Joder… –repuso su amiga somnolienta–, me tienes frita con esa alarma.
–A mí me mola ¡No sabes qué sueño he tenido!
–Déjame adivinar. ¿Otra vez el museo ese?
–¡Sí! ¡El de la Carrera de Indias! El cordón umbilical que con sus barcos, mantuvo unidos a los españoles de ambos hemisferios durante siglos. Pero era tan… ¡Real! ¡Me llamaban a mí! ¡Y la gente me aplaudía! ¡Y gritaban mi nombre! ¡Ha sido flipante!
–¡Modesta baja, que sube Gadea!
–Me voy a duchar.
–Anda sí, «Lara Croft», a ver si te despejas y te quitas esas «bobunas» de la cabeza.
Al pasar por el pasillo, la chica vio el resplandor de una pantalla salir por la puerta entreabierta del cuarto de Abel, su otro compañero de piso.
–Buenos días empollona.
–Buenos días friki. –Como de costumbre, Abel había pasado toda la noche al ordenador.
Bajo el agua de la ducha, Gadea planeó mental y meticulosamente su día, visualizando todo lo que iba a hacer a lo largo de él: desayuno, estudiar hasta 10:00, bus, tres horas de clase en la «facu» de Historia, comer, dos horas de estudio más y enésima visita hasta su cierre a las 19:00, a la «biblio» del Museo de América. Si algo tenía bueno la «vieja capital del reino» eran sus museos. Luego vuelta a casa: cena prontito y relax con los compañeros de piso. Qué suerte había tenido con ellos. Ainoa era de Bilbao. Compañera, amiga, confidente, hermana. Un «coquito» que estudiaba Arquitectura en la Politécnica. Hablaba cinco idiomas y le daba tiempo a ir al conservatorio, al gimnasio, ser la delegada de curso y sacar matrículas en una de las universidades más difíciles de España. En definitiva, una máquina. Abel era de Peñerudes, una minúscula parroquia de doscientos habitantes cercana a Oviedo. Estudiaba… por decir algo, en la Escuela de Ingeniería de Sistemas Informáticos, también de la «Poli». Abel era un puñetero genio. Había nacido para los ordenadores y la informática. Tenía su cuarto lleno de cacharros electrónicos, trastos, cables, ordenadores conectados entre ellos y no tocaba un libro. Todo se lo bajaba de la red y tenía un canal en YouTube con cierto éxito, aparte de cuentas en Twitter, Facebook y todo lo demás que oliera a redes sociales.
Los dos eran su antítesis. Ella era el bicho raro, una de letras entre dos de ciencias. «Te pareces al doctor Frankenstein, siempre rebuscando entre los muertos», solía decirle Ainoa–. «Cambia de carrera o te vas a morir de hambre. La Historia es el pasado y no tiene futuro» –decía Abel para picarla. A pesar de ello, llevaban una relación excelente, incluso para ser dos chicas y un chico. Abel parecía… no, Abel estaba, más interesado en sus historias y sus ordenadores, que en ellas o en cualquier otra chica… que ellas supieran. Unos golpes en la puerta sacaron a la muchacha de sus pensamientos.
–¿Te queda mucho? ¡Me estoy meando! –era Abel.



Diputación de Cádiz, 11 de noviembre de 2010.

Las características sirenas de ataque aéreo lo llenaron todo, lo inundaron todo, demolieron todo. La nueva y enorme televisión con pantalla plana de 70 pulgadas, tenía un sonido casi real y ante ella se repantingaba Barnum, viendo un documental de la segunda guerra mundial en el Discovery Channel. Las bombas voladoras alemanas devastaban Londres, mientras los reflectores iluminaban frenéticos la noche en busca de los infernales ingenios nazis. De pronto, la tele se apagó y alguien le quitó los cascos de la cabeza.
–Venga, vámonos Barnum. –A su lado, un hombre de traje, impecablemente vestido, dejaba el mando en una mesita y caminaba hacia la puerta. El susodicho, era un personaje a quien todo el mundo conocía y temía a partes iguales en Cádiz. Era para todos «don Jorge».
Barnum se levantó de un salto y se apresuró a abrirle la puerta.
–Buenos días, don Jorge –dijo la primera persona con quien se cruzaron.
–Buenos días, don Jorge.
–Buen día, don Jorge. –A medida que iban por los pasillos de la Diputación, cada persona que se encontraban saludaba sin dudar al famoso don Jorge.
«Putos hipócritas» pensaba Barnum «los que no le teméis, le envidiáis».
Entre tanto, el coro de saludos continuaba.
–Buenos días, don Jorge. 
–Buenos días, don Jorge…
Jorge del Monte era toda una institución en Cádiz y llevaba más tiempo en la Diputación que cualquiera de los que se cruzaba. Nunca había sido el presidente del organismo, simplemente porque no había querido. Entró de bedel y sin contrato, con solo 16 años en la década de los 80. Medró en muy poco tiempo. Algunos en Cádiz decían que por la afición del presidente de turno por los jovencitos, por las putas o por las drogas, pero no eran tiempos para expresar pensamientos en alta voz. Había cambiado de partido varias veces, según el viento que fuera favorable a sus velas y había tendido una «red de favores» por todo Cádiz y parte de Andalucía al más puro estilo de El Padrino. De hecho, esa película le encantaba, era una de sus favoritas, e incluso él se sentía algunas veces como Marlon Brando interpretando su papel. Es más, en varias ocasiones había iniciado alguna de sus ocultas tramas, de sus sucios chanchullos, con un «le haré una oferta que no rechazará». La mítica frase que utilizaba el padrino en tan famoso filme.
Hacía muchos viajes al cercano paraíso fiscal de Gibraltar, donde ocultaba de la voraz hacienda española los pingües beneficios de sus «negocios». Ni una licencia comercial se daba ni un solo ladrillo se movía ni un permiso se firmaba, sin que Jorge del Monte lo supiera y diera su visto bueno. Políticos, empresarios, militares, curas, jueces, famosos, conocía tantos secretos, tantos asuntos turbios y corruptelas de tanta gente, que si hablara de ello, la provincia de Cádiz temblaría y España entera se espantaría. Por esa razón era intocable, hacía y deshacía, con cabeza, pero a su antojo. Los honrados funcionarios de la Diputación de Cádiz, sus sufridos compañeros, estaban más que hartos de él, de las situaciones que propiciaba, de la mala fama que daba a la institución. Todos en voz baja y en corrillos estaban más que de acuerdo en que la situación era insostenible, pero era tal su poder y su tiranía que, por el momento, no les quedaba otra que resignarse y aguantar, pues cuando alguien expresaba en alto el sentir de la mayoría y se le ponía gallito, el poderoso dirigente tenía otros métodos para hacerse con la situación. Ese método, no era otro que el método Barnum.
Barnum era su confidente, su chófer, su guardaespaldas, su matón, su chico de los recados, su proxeneta e incluso llegado el momento, su camello. Según lo que tocara. Era la única persona en que confiaba completamente. En el pasado había sido expulsado de la Fuerza de Guerra Naval Especial, el grupo de operaciones especiales de la Armada por «desequilibrio mental no apto para la unidad». Jorge del Monte opinaba lo contrario. Barnum era apto para todo. Para todo lo que él necesitaba; eficiencia, disciplina, destreza, polivalencia, cautela y lealtad.
Ya en el garaje de la Diputación, montaron en un discreto Renault Laguna con los cristales tintados.
–Hoy inauguramos el nuevo instituto. Ya sabes. Vamos para allá.
El lugar no distaba mucho de la Diputación, el ínclito don Jorge hojeaba los diarios y miraba por la ventanilla del coche oficial.
–Está bien que las nuevas generaciones vayan a los institutos y aprendan –indicó Barnum mirando por el retrovisor interior a su jefe.
–Sí. Pero que no aprendan mucho, que luego se pasan de listos.
–¿Irá mucha gente?
–¿Al instituto?
–No. A la inauguración.
–Supongo. Pero sobre todo irán los que me interesan. Se quiere construir un nuevo hospital y quiero hablar con varias personas. De hecho, ya he quedado con algunas de ellas.
–¿Empresarios?
–Claro. Mira, aparca ahí con los coches oficiales y espérame aquí, luego te cuento.



Dado en el castillo de San Juan de Ulúa, Veracruz, Virreinato de la Nueva España. A 7 de octubre de 1630 años. Festividad de Nuestra Señora del Rosario.

El susurro del viento entre las palmeras se enamoraba de las olas del mar, que arrullaban con cariño a su amante. En algún lugar cercano, alguien acariciaba con melancolía una guitarra, formando todo ello una agridulce melodía que se colaba por los ventanales de la fortaleza donde, un hombre, tras poner en orden su conciencia y santiguarse, mojaba la pluma en un hermoso tintero de la mejor plata novohispana y después de un profundo suspiro, comenzaba un relato que no sabía cuándo concluiría ni quién o dónde se leería…

Y ya está. Decidido quedo, aunque vive Dios que muy bien no sé el motivo. No lo sé. No sé, digo, por qué me he dado a dejar sobre este blanco mis pensamientos en oscuro. No sé por qué me he lanzado a estas mis palabras tan gruesas y sin primor. Si por personal redención, si por la conciencia limpiar o por solo constancia dejar de mis leales servicios a la Corona y al Reyno, no vaya a ser que «ese», quien en mala hora nació, quien tan mal me quiere y quiere causar mi caída, quisiere desprestigiar mi vida, dar mi fama por los suelos, arruinar mi nombre y el de mi familia, que tanta fama y buen servicio dio a España a lo largo de los siglos. Sé que es osadía dejar su nombre por escrito, mas tal hago sin miedo, pues hasta hoy, el miedo mil veces salvó mi vida y quizá muchas más las de los hombres que sirvieron bajo mi mando. Ese «ese», del que os hablo, no es otro que Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera y Velasco de Tovar. Le quito el don porque le sobra, empero quizá os suene más si os lo resumo por la grandeza de España, que sin merecer, posee: el conde duque de Olivares. Y ahora, tras su nombre, el mío, que es de gente mal educada, de pocas luces, e inculta, anteponer el propio de uno. Soy quien soy mas non siempre quien fui, pues poco a poco me forjé, en definitiva, soy Fadrique de Toledo Osorio y Mendoza, hijo de mi padre, el V marqués de Villafranca del Bierzo, don Pedro Álvarez de Toledo Osorio y Colonna, grande de España y a la sazón, capitán general de las galeras de Nápoles, hijo de mi madre, doña Elvira de Mendoza y Mendoza.
Sepan pues vuesas mercedes, que este humilde siervo de Dios y de la iglesia y que lo susodicho suscribe, vio la luz en el año de gracia de mil y quinientos ochenta y ocho, el treinta de Mayo, San Fernando pues para más señas, en la longeva villa de Nápoles. Al contrario que tantos y tantos nobles e hidalgos españoles, que por no tener apellido los recargan para darles brillo y pompa con extraños patronímicos, a mí no me fue tal necesario, pues de cuna me cayeron. No encontraréis por tanto en mi nombre apelativo alguno a la ciudad que me vio nacer y en la que mi padre, con honor, siempre sirvió a su católica majestad Felipe el tercero.
Os preguntaréis quizá, si la curiosidad es vuestra natural condición, qué pinta un descendiente de bercianos, de toledanos y de los poderosos Mendoza, naciendo en Nápoles y escribiendo en Veracruz, en la otra punta de España. Sosegaos. No es otra mi intención que dejarlo bien claro. Y hablando de dejar cosas claras, dije que soy quien soy, mas aún no lo sabéis. Aunque os he hablado de mi linaje y sangre, por mis venas no corre tal rojo humor, sino la salobre agua de la mar, en mi pecho moran las tormentas, mástiles en mis huesos, pólvora en mi aliento y en mi cuerpo, el acero, la metralla… y el fuego de mis cañones. Soy nieto de un Virrey de Sicilia, Cataluña y capitán general de la mar, hijo (como ya sabéis) del capitán general de las galeras de Nápoles, hermano del capitán general de las galeras de España. Vengan aquí y ahora los títulos que me he ganado y que en prez llevo: soy, amén de capitán general de la Armada del Mar Océano, de las Gentes de Guerra del Reyno de Portugal, Caballero de la orden de Santiago y Comendador de Valderricote en la misma orden, Comendador Mayor de Castilla y de la Encomienda de Azuaga y primer Marqués de Villanueva de Valdueza. A mis órdenes se han formado, se forman y se preparan flotas para la guerra. A mi mandato acuden prestas y siempre fieles, las escuadras de todos los rincones de las Españas: la de las Cuatro Villas, la de Vizcaya, la de Guipúzcoa, la de Portugal, la de Tierra Firme, la de Nueva España, la de Aragón, la del Mar Océano, la de Indias… siempre fui ganador del berberisco, azote para el pirata, verdugo del holandés, temor del inglés, espanto del turco y odiado por el francés. En todo momento y lugar, para mayor gloria y honor de la Corona de España, los derroté. Jamás ellos lo hicieron conmigo. Jamás ninguno dellos vio lo que soñaba, arriar de mi capitana la gloriosa cruz de San Andrés. Tuve el infinito honor, perenne gracia que jamás podré pagar, de que el mismísimo Francisco de Quevedo, escritor inmortal, compusiera sobre mí este verso:

Al bastón que le vistes en la mano
Con aspecto Real y floreciente
Obedeció pacífico el Tridente
del verde emperador del océano

    …Y… sin embargo… no. No me obedeció pacífico. Me batí el cobre como bravo en las sus aguas, que pocas dellas me quedaron por surcar. Del Estrecho de Gibraltar al Brasil, de los Países Bajos a Túnez, de los mares de Berbería al Caribe y, no me tomen vuesas mercedes esto como arrogante jactancia sino como vera certeza, siempre vencedor. Así seguían los ripios del titán Quevedo

Fueron oprobio al Belga y Luterano
Sus órdenes, sus Armas y su gente;
Y en su consejo y brazo, felizmente
Venció los Hados el Monarca Hispano.
Lo que en otros perdió la cobardía,
Cobró armado y prudente su denuedo,
Que sin victorias no contó algún día.
Esto fue don Fadrique de Toledo.
Hoy nos da, desatado en sombra fría,
Llanto a los ojos, y al discurso miedo.

Me llamaron «el Alejandro», «el Julio César» de los mares, muchos halagos, gruesas lisonjas para quien solo quiso servir, y servir bien, luchar y luchar bien, sentir, libertar, navegar y… vive Dios, hacerlo bien.





sábado, 18 de mayo de 2019

EL MILÓN DE CROTONA Y LA JUSTA VENGANZA




…En algún lugar de Castilla, 13 de Octubre de 1723.

El rítmico resollar del caballo deshacía la tenue paz del bosque. El vaho de su aliento ascendía cual alma al cielo. Su cadencioso trotar sobre el camino y la incesante lluvia golpeando en las hojas, constituían allí la única armonía. Su jinete tiró de las riendas y lanzó un juramento. Estaba empapado, agotado y ahora, de nuevo, perdido.
Desde París hasta San Sebastián, había pasado algo más de 20 días de galope, sin mayores problemas. De ahí a Madrid llevaba invertidos ya 10, mas desde que dejara la capital del reino, todo se había complicado. Todo: comenzó la maldita lluvia, no había encontrado posadas libres, había errado por los desérticos caminos y había pasado hambre, sueño, frío y ahora, otra cruz clavada en el suelo y dos direcciones posibles.
Mientras se echaba las manos tras del cuello y apretaba los dientes mirando al cielo, el jinete se acordaba de la estampa de aquel labriego que le indicara a poco de salir de Madrid: –¿Segovia? ¡Sí, claro! ¡Eso es pan comido! Llegue usted hasta Cercedilla, y suba luego el Puerto de la Fuenfría. Luego bájelo y llegará a Segovia. Vaya preguntando por los caminos, no le faltará quien. Cuando llegue lo reconocerá por un enorme puente que hicieron los romanos y que está pegado a la muralla.
Instintivamente palpó la talega do guardaba la misiva que portaba. Se la había entregado en mano, la muy noble señora Claire Pascal, esposa del escultor René Frémin, quien junto a su mano derecha, Jean Thierry, dirigía la obra escultórica del nuevo palacio que estaba construyendo el rey de España Felipe V. Cada parada, cada cruce de caminos, cada noche y cada amanecer, comprobaba que la alforja estaba cerrada y que la carta permanecía dentro. Tras llegar a Segovia, tenía que alcanzar a un remoto lugar conocido como La Granja de San Ildefonso.
–Bueno Zar, izquierda o derecha –El jinete se dio una palmada en la frente–  ¡Estoy hablando con un caballo! –mas el animal, cual si en vez de tal ser con entendimiento fuere, relinchó y raspó con su pezuña derecha el embarrado suelo–. Bien, te haré caso, derecha–. Miró de nuevo la alforja cerrada y la dio dos golpecitos–. No te me pierdas ¿Eh? y ahora hablo con una carta –rio para sí –Señor, permite que la entregue antes de volverme como una cabra –y picó espuelas. Zar obedeció y salió disparado mientras el jinete pensaba que la soledad es buena, para pocas cosas.
            Unas horas después llegó a ese pueblo; Cercedilla y preguntó de nuevo por su destino. Una anciana le indicó entre toses que iba por el buen camino, que pasare dos cruces más, el siguiente a la derecha le llevaría a lo alto del puerto de la Fuenfría y que bajándolo había una venta conocida como el Convento de Casarás.
–Pero no te demores mucho mozo. Las tinieblas ¡cof, cof! llegan prestas a estas montañas. Es más, llegarán ellas antes a la tierra, que tú a la venta. Te… ¡cof, cof! ¡cof, cof! Te recomiendo hacer noche aquí. En la iglesia tendrás sitio.
–Muchas gracias buena mujer, creo que seguiré su consejo. Que Dios os guarde.
–No hijo, ¡cof, cof! que Dios te guarde a ti, ¡cof! que eres quien está perdido.
En seguida encontró la iglesia y se aposentó en ella. Como la anciana le había anunciado, las sombras llegaron raudas y tras ellas, el frío helador de la noche.
Un nuevo día vio el mundo. Abrió la alforja. Comprobó con satisfacción que la carta estaba seca e intacta en su interior. Mientras afuera, la lluvia continuaba pertinaz. El soldado resopló con resignación, preparó su caballo y partió.
Cruzó el puerto y más tarde, ya de bajada, entró en la venta que tenía poca pinta de convento. Allí le dijeron que le quedaba muy poco para llegar a Segovia. Continuó su cabalgar, hasta que al fin concluyó el camino que discurría por las frondas y salió al  llano. A las pocas horas, con el diluvio universal cayendo sobre la tierra, encontró un enorme puente pegado una muralla: Era Segovia.
Había muy poca gente por sus embarradas calles. Se encontró con un cura al que preguntó por las obras del nuevo palacio del rey. El cura señaló un punto en las montañas y algo en las cumbres aterró a su jinete– ¡No por Dios! ¡Ahora no! –Solo una cosa podía ser peor que cabalgar con lluvia sobre un lugar desconocido: Hacerlo con niebla. Y esta bajaba despacio desde las cimas, arrastrándose venenosa hacia los árboles, cual si un adverso hado quisiere cubrir con un velo su camino.
–Con este buen caballo no tardará. Siga el acueducto hacia arriba, hasta un camino que se interna en el bosque en dirección a las montañas. Luego camino se bifurca dos veces, tome primero derecha y después izquierda. Después no tiene pérdida –indicó el religioso–. Casi ha llegado usted, mas… –el párroco alzó la vista a las cumbres –Galope soldado. La niebla está bajando. ¡No se deje atrapar por ella! ¡Corra! Si se pierde y se hace de noche… esos montes están plagados de lobos y de osos.
El soldado no escuchó más. Miró a la alforja con la carta y picó espuela– ¡Ia! ¡Ia! –El poderoso animal salió disparado– ¡Tira, Zar! ¡Tira! ¡Ia! ¡Ia! –Las brumas bajaban, la tarde avanzaba y Zar rompía el suelo con sus potentes zancadas. El jinete, miraba la niebla, miraba el camino, esquivaba las ramas y guiaba a su cabalgadura con total atención. Primera bifurcación. Leve tirón de riendas a la derecha:
El animal responde veloz como el rayo, inclinando su cuerpo y tomando el nuevo camino. Ahora son un centauro, una sola mente, un solo cuerpo. Quirón mismo que vuela sobre la tierra de los castellanos, escapando de las negras manos de la niebla, de la noche y quizá de la misma muerte.
–¡Vamos, vamos! ¿Dónde está la bifurcación? –Piensa en voz alta Quirón.
Como respondiendo a sus palabras, una “y griega” en el camino se abre ante él: –¡Izquierda!– No se da cuenta de si tira de las riendas, si fuerza con las rodillas, o si grita de palabra o pensamiento, mas el caballo responde cual el solo ser que ahora son. Mira hacia arriba, la niebla casi toca la copa de los árboles sobre el camino. Si le han indicado bien  las obras no pueden tardar en aparecer. Atraviesa un río, sube una cuesta y al fin ve movimientos de gente en una colosal obra, a la que ni las lluvias detienen.
–¡Ahí está Zar! ¡Ahí está! –Grita sin dejar de galopar, mientras las grises manos de la niebla acariciaban ya, con la maldad de un codicioso las picorotas de los árboles. Lo habían conseguido.
Entonces el corazón se le para. Casi es capaz de escuchar en su interior dos latidos, como los de dos bombos lejanos. La talega no estaba.


*****
           
Sitio de Valsaín, tres días antes.

La mañana había amanecido espléndida. Tras supervisar el estado de la implantación de las esculturas de las fuentes, en la gigantesca obra del palacio real de San Ildefonso, René Frémin regresó a todo galope a sus talleres en Valsaín. El corcel detuvo al fin su carrera. Estaba exhausto y sediento. Su jinete lo sabía y por eso le había conducido hasta la margen del río Eresma. Varios metros más arriba las mujeres lavaban sus ropas y cual solían, cantaban, cotilleaban y reían mientras sus hijos pequeños correteaban y alborotaban. El animal inclinó su cuello, metió los resecos ollares en las frescas aguas del río y comenzó a beber con avidez. Su humedecido pelaje soltaba un vaporcillo tenue, mientras el jinete, con un brazo en jarra y el otro en la brida, contemplaba entretenido a las lavanderas.
–¡Buenos días, mesié! –Le gritó una. Él asintió y saludó amigablemente tocándose el sombrero, mientras el resto de las dueñas río y devolvió el gesto. El hombre había tenido cuidado en no abrevar su caballo junto a las mujeres y mucho menos junto a esas mujeres. Aún recordaba cuando apenas dos años atrás, en una mañana muy parecida a la de hoy, había ido por primera vez a aquel lugar a dar de beber a su caballo… Se había puesto soberbia y descaradamente al lado de las mujeres. Desde su altura y con los movimientos de las féminas, aprovecharía para ver algo de carne que calentare aquella fresca mañana. Cuán errado estuvo. En su Francia natal era un uso común y las mujeres rezongaban mas no osaban quejarse a un hombre, ni por las babas de los animales, ni tan siquiera por los barros que levantaban sus pezuñas en las aguas, simplemente dejaban de lavar hasta los animales terminaban y la corriente volvía limpia. Las castellanas, las españolas eran diferentes. En cuanto llegó, una corpulenta lavandera se levantó de su faena y se fue hacia él. Agarró al caballo por la brida y clavando sus ojos de fuego en su jinete comenzó a gritarle, a bracear con la mano libre, a hacer aspavientos, señalar con la cabeza a sus compañeras y señalar atrevida y acusadoramente al hombre con el dedo. Él acababa de llegar a una primitiva España cuyo idioma no comprendía, cuyas costumbres desdeñaba y a cuyas gentes despreciaba. Tentado estuvo en meter mano a su acero.
Si esa alborotadora gritona hubiere sido un hombre con certeza lo habría hecho. En lugar de ello, tiró con brusquedad de las riendas, su animal respondió presto y alzó violentamente el cuello. Tanto, que la voluminosa mujer  que asía la brida resbaló y cayó risiblemente sobre el vado arcilloso del río. Huelga narrar, por obvio, lo que la contemplación de tal escena causó en el resto de las dueñas y en el propio jinete.
El hombre, satisfecho su orgullo, dio media vuelta sin tan siquiera mirar a la mujer y continuó su camino dejando un coro de risas a su espalda… mas muy presta y molestamente se detuvo de nuevo. Una bola de rojiza arcilla impactó en su cogote haciendo saltar por los aires su sombrero adquirido en la mejor sombrerería de Versalles. El coro de risas se redobló, y al girarse vio veloz otra bola que no pudo esquivar y que le impactó en plena faz. Cuando se limpió, la gruesa mujer, con los brazos en jarra, cubierta de arcilla de los pies a la nariz, lanzaba por entornados ojos la furia de los infiernos. La tal visión de la tal mujer, con las ropas, el rostro y el orondo cuerpo retintos del bermejo barro, despertó en el jinete una risilla tonta que fue creciendo y creciendo hasta mutar en abierta carcajada.
¡Cómo había pasado el tiempo! ¡Casi tres años ya, hacía de eso! En ese tiempo había llegado a apreciar a los españoles. No eran el bárbaro pueblo que en toda Francia se creían, sus fuertes comidas y excelente vino, nada habían que envidiar a los mejores platos franceses, sus costumbres eran extrañas, mas curiosas a un tiempo y en cuanto al idioma, un compatriota le había asegurado que el mejor modo de aprenderlo era yacer con él. Siguió su consejo… y ahora, cuando la tierra había dado casi tres vueltas al sol desde entonces, lo hablaba sin apenas acento, sorprendiendo a propios y extraños de que tan refinado, habilidoso y culto señor pareciere un castellano más
Tras el saludo de las lavanderas y saciar la sed de su montura, iba a tornar grupas cuando algo llamó su atención. Un solitario infante retirado del resto y separado de las mujeres, moldeaba algo con la arcilla de la orilla. Nunca antes había visto al pequeño. Su aguzada vista de escultor de la corte francesa y ahora de la española, reparaba en cada detalle, en cada rostro, en cada gesto. Con certeza era la primera vez que lo veía.
Se acercó a él y lo que vio le dejó sin habla, un suspiro de admiración quedó congelado en su garganta. ¿Qué edad podía tener ese mocoso? ¿Siete? ¿Ocho años? Los más avanzados alumnos de su taller no podrían realizar una perfección como la que ahora contemplaba mas, ese infante… no era más que un… niño. El pequeño ni siquiera reparó en la presencia del enorme caballo y su jinete tras de él. Silbaba una melodía entre los dientes, mientras se ayudaba con un palito para mejorar lo que a los ojos del experto escultor, ya era perfecto: El dulce rostro de una mujer sonriente.
Iba a preguntar que quién era su madre, más al mirar el grupo de mujeres sobró tal cuestión. La vio en el acto, arrodillada, con los puños cerrados restregando unas ropas contra la piedra. Los mismos ojos, las mismas cejas, los mismos pómulos, los mismos labios y caída de pelo, el mismo gesto y la misma sonrisa que iluminaba aquella arena rojiza. Dicen, que cuando el gran Miguel Ángel concluyó su David le vio tan perfecto que le dijo –Ahora, habla… –Ahora sonríe. –Se vio tentado de decir el jinete a aquel rostro de arcilla.
El niño se dio por satisfecho. Se sentó delante de la obra que sus pequeñas manos habían creado y la contempló unos instantes. Se inclinó, la dio un beso en la mejilla y luego cual si la acariciare, la borró suavemente, tornando el barro de nuevo de algo maravilloso, de algo que estaba vivo, a un sucio fango encarnado.
–¡¡¡Nooo!!!! –Gritó el jinete.
El niño se sobresaltó. Solo entonces se percató de su presencia.
–…Noo… –repitió casi en silencio, para sí mismo, con profundo pesar. El niño le observaba con una mezcla de temor y curiosidad en la mirada. –¿Por qué has hecho eso, hijo? ¿Por qué lo has destruido? –El jinete descabalgó, caminó despacio hacia el amasijo de arcilla. El pequeño, entonces, dio unos tímidos pasos hacia su madre y luego corrió hacia ella en busca de refugio cual si temiere algo de aquel hombre.
El francés, ajeno ahora a todas las escudriñadoras miradas de las lavanderas, se agachó a intentar recomponer lo que imposible era. Sintió en sus cálidas manos el húmedo tacto de la arena muerta y acarició despacio el lugar do aún se adivinaba algo del cabello grabado en la arcilla. Se llevó las manos al rostro, cerró los ojos y aspiró el aroma cual si en vez de rojizo fango, perfume fuere y se deleitó con él. Le recordó a rocío, a musgo, a primavera, a tormenta en el estío, a las lluviosas tierras y caudalosos ríos de su patria, le recordó a…
–¿Estáis bien mesié? –La ronca voz de una de las dueñas le atrapó del idílico lugar do se hallaba y le arrastró con violencia, devolviéndole a la realidad de aquella ribera de Castilla. Las lavanderas habían detenido su labor y le observaban con cierta sorna, no exenta de curiosidad y sorpresa.
–…Sí... eh… sí. Estoy bien. –Dijo a la par que escrutaba al grupo, buscando al infante que había desencadenado todo aquello. Pronto lo vio. El muchacho se arrebujaba entre las faldas de la mujer que él había visto en arcilla. Dando unos pasos se acercó a ella, se destocó e hizo una leve reverencia con el sombrero, muy del gusto de la corte versallesca, hecho que huelga decir, extasió a las sencillas lavanderas castellanas. –Madame, he de decir que sois más hermosa desde más cerca. –Un coro de risillas se levantó entre el resto de las dueñas.
–Agradezco vuestras lisonjas, mas no son modos de dirigirse a una mujer viuda.
–Detalle que desconocía y os pido disculpas, mas acordaréis conmigo, que más grueso hubiere sido mi yerro, si en vez de viuda hubiereis sido esposa.
–Estoy de acuerdo, mesié.
–Pues tan avenidos estamos, os ruego parlemos. –El coro de féminas montó en rumores, en murmullos, en volumen y ruidos. Pues conocida y al parecer bien ganada, era la fama de cautivador mujeriego del escultor.
–Sea aquí, delante de todas. No quiero negocios oscuros que enturbien mi honra.
–Los españoles y su honor… –Sonrió el francés–. No os espantéis madame, os ruego no temáis nada de mí. Bien al contrario, os quiero hacer una propuesta en la que mucho ganaréis, si escucháis, y nada, absolutamente nada, perderéis. Vuestra honra no solo permanecerá intacta, si no que se verá gruesamente aumentada ¿sigo, pues?
La mujer miró al resto en busca de ayuda, en busca de apoyo. Ahora todo el mundo callaba en el vado. Las otras dueñas, bien curiosas de conocer el ofrecimiento del extranjero, asintieron con ansia.
–Continuad.
–Antes de hacerlo ¿Puedo conocer por ventura vuestro nombre?
–Me llamo Fuencisla.
–Hermoso nombre, os decía, mi dueña Fuencisla, que tengo una propuesta para vos–, el hombre miró al niño que no se había movido de la protectora posición entre las faldas de su madre –he reparado en la extremada pericia de vuestro hijo. He contemplado absorto cómo plasmaba vuestra linda faz con arcilla, con la destreza y maña de un maestro sin tener siquiera edad de ser aprendiz, pues… ¿con cuánto tiempo cuenta el zagal? A buen seguro menos de diez años –especuló el francés.
–Razón lleváis. Tiene ocho años.
–¡Ocho! ¡Está bien crecido a fe mía! Y responde al nombre ¿de?
–Manuel.
–Manuel… –el niño al escuchar su nombre en la boca del francés se arrebujó más, si cabe, entre las faldas de su madre, mientras miraba con recelo a aquel hombre–. Manuel…. Pues os digo, mi dueña Fuencisla, que habéis un Manuel con una industria y talento para las artes que solo se puede catalogar como excepcional. Pocos, muy pocos hombres atesoran ese talento que en vuestro hijo es, sin duda, don de Dios y como tal hay que hacerlo desarrollar y crecer. Esta pues, es mi propuesta: Dejad que venga conmigo, a mi taller, allí educaré su mente, por supuesto en la cristiana fe de Dios, y ampliaré su innato talento hasta convertirlo en un maestro escultor con un futuro imponderable en sus manos. ¿Qué me decís?
La mujer había agarrado de la mano a su hijito mientras escuchaba y aún no podía creer lo que sus oídos habían entendido. Por un lado, el ofrecimiento que el francés les brindaba era irrenunciable, mas por otro, separarse de su hijo tan pequeño, le causaba un temor y un dolor inconfesable.
–¿Qué me decís? –inquirió por segunda vez el escultor –vuestro hijo, dueña mía, no es un niño normal. No me lo llevaría al fin del mundo. Mi taller está aquí al lado. Si gustáis podrá venir a visitaros todos los domingos.
La mujer dudaba. Miraba al escultor, a su hijo, al resto de mujeres que asentían levemente con la cabeza, animándola con el gesto a aceptar y de nuevo al extranjero.
El hombre, acostumbrado como estaba a estudiar cada arruga, cada músculo, cada seña en un rostro, en un cuerpo, para luego plasmarlo con depurada perfección en su obra, contemplaba limpiamente la lucha interior en que la mujer se debatía.
Insistió, no podía perder esa joya en bruto para su taller. Trató de nuevo de convencer a su madre–. Comprometo mi honor y os aseguro que vuestro hijo será bien tratado, alimentado y lo que es más importante: cultivado. Os ruego no hesitéis, mi dueña Fuencisla, os estoy ofreciendo un futuro para él que muchos envidiarían–. El estudioso escrutador de movimientos y mímicas, notaba en la faz de la dueña cómo sus palabras iban costosamente calando, en la coraza protectora de la madre–. Vos misma podréis comprobar sus progresos si lo dejáis a mi tutela. Os lo aseguro. Notaréis como crece, no solo como natura manda, en tamaño y fuerza, si no también en destreza de manos y pensamiento. Os lo aseguro –repitió. Entonces algo cambió de súbito.
            –No puede ser –Afirmó ella–, a mi esposo, que en gloria esté, lo mataron unos franceses en la guerra de Sucesión. No educarán a mi hijo quienes mataron a su padre.
El escultor quedó cual si él mismo hubiere tornado en la materia de su obra: Piedra pura. Se hizo un incómodo silencio y la expectación reinante en el grupo de lavanderas se deshizo como aceite que en agua cayere. Cada una dellas tornó a su labor con sigilo. El francés seguía mirando a la madre del niño. Fuencisla ya no lo miraba a él, miraba hacia abajo, hacia el chiquillo, quien sin embargo tenía la mirada clavada en el hombre. Baladí juego de miradas que no conducía a nada. Finalmente, el escultor deshizo el mutismo, roto solo por el ajeno fluir del río.
–…Vaya… yo… disculpadme señora… no sabía…
–No podíais saberlo–. Atajó Fuencisla acariciando el pelo de Manuel.
–Sin embargo, siempre existe un camino si se quiere recorrerlo. –Insistió tenaz el francés. No había llegado donde había llegado, ni conseguido lo que había conseguido, dándose por vencido a la primera. Quizá la más contumaz labor del mundo universo sea golpear vez tras vez a una piedra hasta modelarla. Y él era escultor. –No sé cómo explicaos esto sin causar desagrado, sabed señora que es la última de mis intenciones, mas yo, mis hombres, no somos soldados, somos artistas. Nuestras armas son el pensamiento, la cultura. Yo y mis hombres… no matamos a vuestro esposo.
Lejos de sentirse ofendida, la mujer respondió sin siquiera mirar al escultor. Se agachó junto a su hijito y le acarició amorosamente –.Quiero creeros, pero mi hijo… todo el mundo sabe que a su padre le mataron los franceses. ¿Qué pensarían en la aldea si le dejo marchar con vos? ¿Qué pensaría él?
Tenía que conseguir a ese niño para su taller. Jamás había visto tanta aptitud en un cuerpo tan pequeño. Con cierto punto de envidia reconoció que ni él mismo a su edad habría sido capaz de hacer lo que el infante acababa de borrar en la arcilla. Si fuere capaz de enseñarlo… –Os ruego nos retiremos un poco para hablar. Si gustáis, claro, no quiero importunaros, mas hay cosas que no están para todos los oídos–, susurró.
Se alejaron a la conveniente distancia para que el resto de las mujeres no pudiere escuchar y el escultor retomó verba, no podía dejar que el ingente potencial que latía en aquel pequeño corazón se perdiere: –Nunca he conocido a nadie con el milagroso talento de vuestro hijo. Hay muchos modos de enseñar, mi dueña Fuencisla, en el odio o en la reconciliación y si el alumno es bueno, como es el caso… ya conocéis la parábola del sembrador–. Arriesgó al conocido y arraigado sentimiento religioso de los españoles… ¡Y acertó! ¡De nuevo aquel movimiento en la pupila!
–¿De veras pensáis que mi hijo tiene ese talento que decís?
–¿Acaso vos no? ¿Cuántos niños de su edad y digo más, cuántos hombres son capaces de modelar en arcilla como ha hecho vuestro hijo? ¿No me digáis que nunca habéis reparado en ello?
–Conozco a mi hijo.
–¿Entonces? –Último órdago del escultor: –Dejádmelo un mes. Os aseguro que tendrá de todo y será bien tratado. Si transcurrido ese tiempo e incluso antes, yo compruebo que hay algún problema os lo devolveré y añadiré una bolsa de monedas para vos en prueba de mi agradecimiento.
–No es por el dinero. Comprendedlo –aseguró ella acariciando con mimo de nuevo a su pequeño –.Es que… es que…
–Si miráis por él como madre que sois ¡mirad por su futuro! ¿Cuál le espera aquí? El reino progresa, siempre habrá trabajo y bien remunerado, para unas manos que sepan esculpir bien atrapando el alma de cada cosa. Él tiene ese don, no se lo arrebatéis, permitidme que yo le enseñe a sacarlo. Os asevero que si soy capaz de enseñarle, Manuel será un creador de arte sin par y jamás conocerá el hambre, ni la miseria.
Fuencisla dudó de nuevo. Miraba a su pequeñín mas miraba a un tiempo a ese remoto futuro que el escultor indicaba. Ella sabía bien, muy bien lo que era pasar hambre y necesidad, ¿qué español no lo sabía? Quizá, evocar esas palabras tan temidas y odiadas por todos fue lo que persuadió a la mujer –.Volved en unos días. En ese tiempo trataré de hacerme a la idea de dejarle con vos… con unos… franceses, e intentaré que él también se la haga–. Tal cual marcharon las palabras de su boca, Fuencisla se arrepintió de haberlas pronunciado. Sabía que el día que viere marchar a su niño con el escultor, su corazón y con él todo su ser, conocería castigo y daño. Ya lo estaba sintiendo, mas sabía también que el francés llevaba razón y era una oportunidad dorada para Manuel… si salía bien.

*****

Obras del real palacio de San Ildefonso, 13 de Octubre de 1723.

El soldado estaba aterrorizado ¡La talega con la carta no estaba! Hizo memoria y abrió apresurada y temerosamente la alforja derecha de su montura. Ahí estaba la pequeña saca de cuero y dentro la carta. Resopló con inmenso alivio. Acarició el empapado cuello de Zar. Ambos jadeaban. A pesar del diluvio y las tardías horas que eran, las obras no se detenían. Se dirigió a uno de los obreros–. Busco a Don René Frémin primer escultor y director general del taller de escultura de su majestad.
El hombre, sin ni siquiera mirar al correo, hizo un gesto señalando con su sombrero a una barraca, junto a lo que parecía que iba a ser la fachada principal. El soldado se  dirigió allí, ató a su montura y entró tras llamar dos veces a la puerta.
A la luz de las velas, en una estancia seca, tres sorprendidos hombres miraban unos planos y una serie de dibujos de estatuas. Al ver entrar a un granadero francés con las armas de los correos reales en una talega su sorpresa se convirtió en pasmo.
–¿Sí? –Fue lo único que acertó a decir el mayor de ellos.
–Mi nombre es Michel Renaudin, busco a don René Frémin.
–Yo soy. –Respondió de nuevo el mismo hombre. El soldado le tendió una carta que él abrió. Era de su esposa. En ella le hablaba de sus hijas, de lo mucho que le echaba de menos, de cuánto sentía no poder estar con él en España y le daba novedades de lo que ocurría en la corte de Versalles, especialmente de la moda –Gracias soldado.
–La carta, excelencia… requiere respuesta.
–Ah. Respuesta. Ya no es hora. Mañana la escribiré. Pierre por favor acompaña al soldado a que repose. Mañana será otro día. Cuando amanezca volveremos a Valsaín a los talleres. Vos Michel Renaudin nos acompañaréis. 
             A la mañana siguiente seguía lloviendo. Pero ya no había niebla. Hacía un frío helador y dos cascadas, una grande y una pequeña eran plenamente visibles en las montañas. Partieron. En silenciosa compaña llegaron atravesando un espeso bosque hasta lo que parecían las ruinas de un antiguo palacio sito en un hermoso valle. Allí se encontraban los talleres que esculpían las figuras y las fundiciones que modelaban los conjuntos de estatuas de las fuentes, que adornarían el nuevo palacio del rey de España.
–El maestro René Frémin despidió al soldado y al resto de los acompañantes y se dirigió a su gabinete. Un sirviente le recibió al instante–. Que nadie me moleste Mateo. Necesito sosiego y paz  para el menester del que voy a ocuparme.
–Así será maestro. Como gustéis. No dejaré que nadie os importune. Por cierto maestro, vuestra chimenea está encendida.
–Excelente gracias Mateo–. Agradeció cerrando la puerta tras de sí. Su cámara era su refugio, su santuario. El hogar do sus ideas moraban y do las musas le visitaban, unos días más puntuales que otras, mas siempre fieles a su persona.
La habitación estaba muy bien iluminada, orientada hacia el sur, cual fue su deseo para acaparar la mayor cantidad de horas de luz posible. Su trabajo así lo requería. Hacía casi tres años que había dejado su hogar, su familia y su reino al otro lado de los montes Pirineos para cumplir un encargo tan titánico y sublime como distinguido e ineludible: La decoración estatuaria del nuevo palacio del rey de España.
En su estancia había planos de fuentes y estatuas, dibujos de animales, de seres humanos y fabulosos, de partes de cuerpos, de rostros, de plantas. Tratados de botánica, de pintura, de escultura, de fundición. Libros de mitología, de fábulas, de equitación... Escritos en francés, latín o castellano, nada escapaba a su curiosidad, ni a su voracidad lectora. Había también maquetas a escala realizadas por él mismo, herramientas, útiles de escultura, pintura y fundición. Todo lindamente colocado en un “perfecto orden caótico” como él gustaba de llamarlo. Su ingente capacidad de trabajo y su meticulosidad al hacerlo, contrastaba con la aparente anarquía que reinaba en su cámara privada, mas las ideas le llegaban con tal presteza y cantidad, que tal cual le surgían había él de plasmarlas, para que no quedaren para siempre en el oscuro pozo del olvido.
Se acercó unos instantes al hogar do acercó sus manos. Unos troncos de roble eran consumidos por unas bailarinas lenguas de fuego. Al apreciar la caricia del calor, en contraste con el frío que traía de fuera, sintió un leve mas muy placentero escalofrío. Dio media vuelta y se sentó a la mesa que había cabe la chimenea. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Volteó lentamente la cabeza sobre su cuello. Varias veces. A cada movimiento le coreaba un sordo sonido de crujir de vértebras y huesos. Cumplir los caprichos de su poderoso pagador era ardua labor, mas no estaban en ello ahora sus mientes. Mantenía los ojos cerrados y a pesar de que se concentró en ello con todas sus fuerzas, comprobó con un cierto pesar que no podía visualizar, en la oscuridad de su pensamiento, el rostro de Claire, su esposa. Ella había quedado allí en Francia, en su gran mansión de París. Por nada del mundo había consentido en viajar a España y restó pues, en su villa natal, junto a Loraine y Sophie, sus hijas. Esto sí que le dolió en el fondo del alma a René. Hacía mucho tiempo que había comprendido y en parte aceptado, que no amaba a su esposa,  mas lo de sus hijas, era un daño casi físico.
Abrió los ojos. Se quitó la peluca, tomó un pliego de papel, una pluma y la mojó en el tintero calentado por el fuego.

Valsaín a 14 de Octubre del año de Nuestro Señor de 1723

Mi amada Claire –mintió– he leído con cariño y atención vuestra detallada carta. Muchas cosas e muy buenas han pasado desde la última que os envié. Cómo me he holgado con vuestra respuesta.
¡Cómo me alegra el saber que las tres estáis tan bien como me relatas! Quiera Dios Nuestro Señor que sigáis ainsí cuando aquesta otra nota os llegue. Mucho placer me causa también el conocer que los dineros que os giro os llegan, como me contáis, en la cantidad y frecuencia que habéis menester y que tan bien los estáis invirtiendo en la educación de nuestras hijas. Aquí os he de rogar una merced que, a buen seguro me concederéis. Os voy a enviar una cantidad extraordinaria de dinero para que ordenéis, a los mejores pintores de la corte, que me dibujen  a mis niñas, pues tres años es luengo tiempo y en él habrán cambiado gruesamente…

            El maestro siguió escribiendo la carta, la lacró e hizo que se la entregasen al correo para que bien bastido y alimentado, saliese de nuevo con ella hacia París.
El pensar tanto en sus hijas le recordó que había de ir a buscar al hijo de Fuencisla, a ese talento escondido en una recóndita aldea de Castilla. Ordenó ensillar su caballo y tras hacer la inspección y repartir las tareas en el taller, partió a por el infante



*****

El maestro escultor volvería pronto a buscar al niño. A lo largo de los días que transcurrieron hasta su llegada, Fuencisla había hablado con Dios y con Manuel en pareja proporción.
Le decía que se iba a marchar con un señor para hacer todo el día lo que tanto le gustaba, pintar, modelar con barro, jugar, pero que ella le iba a seguir queriendo con todo su alma, con todo su ser y que aunque no estuvieren a su lado ni ella ni sus hermanas, su amor por él no solo no cambiaría, si no que se acrecentaría, pues el amor es extraña cualidad que ama más a quien se ama cuando a la vera no se le tiene, ya que es don de Dios y cual con Él ocurre, no se le ve, mas se le siente. Le decía que ese señor sería muy bueno con él, le daría muy bien de comer, le trataría muy bien y que se verían todos los domingos. Manuel, como siempre, la miraba con esa carilla dulce, en eterna semi-sonrisa, que le convertía en el niño más hermoso del mundo a los ojos de Fuencisla, en el más guapo, en el más primoroso. Luego ella se daba la vuelta y sin que él lo notare, lloraba. Sabía que el escultor iba a procurar un futuro a su hijo. Sabía que no iba a perderlo, que se iba aquí al lado, a los talleres de las estatuas del rey. Mas el no tenerlo  cada hora, cada instante, para mimarlo, ocuparse de él y amarlo como solo una madre ama, la causaba el mismo penar que si marchare a la más recóndita selva de las Indias.
René Frémin llegó cual había prometido. Llamó a la puerta y bajo su dintel apareció Fuencisla, en segundo plano sus hijas. A su lado, bien vestido, perfectamente peinado, el pequeño artista–. Buenos días nos de Dios.
–Buenos días tengáis vos también, mesié –el francés sonrió a la madre y luego al niño. Se vio tentado de acariciar su testa mas no lo hizo por no arruinar el bien peinado cabello del infante–. Bueno Manuel hijo, ahora partirás con mesié Frémin como hemos hablado. Él te va a ayudar mucho y con ello a nosotros. Tu padre te mira desde el cielo y hoy está orgulloso de ti –.El niño la contempló sereno, se sorbió los mocos y miró hacia arriba, a aquel extraño que había venido a llevárselo. Su mirada no denotaba nada, ni miedo, ni duda, ni expectación. Nada.     
–Mi dueña Fuencisla, os agradezco mucho que hayáis tomado esta decisión, que aunque asaz difícil en principio, veréis con el tiempo cómo es la correcta. Algún día Manuel os lo agradecerá inmensamente–, aseguró el escultor. Las lágrimas corrían por las mejillas de las hermanas del pequeño y pugnaban duramente por asomar a los ojos de Fuencisla–. No lloréis más ¡os lo ruego! No partimos a las guerras del rey, vamos aquí al lado y él estará bien. Muy bien –enfatizó el hombre.
Fuencisla no lloraría, no al menos delante de su hijo, si lo hacía sabía que se desmoronaría y él con ella, haciendo si es que tal era posible más difícil la partida. Aspiró fuertemente e hizo máscara de su faz, máscara que ocultaba lo que su corazón sentía. Se agachó a la altura de la cabeza de Manuel y le mintió con el rostro. Una sonrisa, duramente construida, se dibujó en su cara. Le acarició despacio la carita y le besó dos veces.
–¿Nos vamos? –Frémin dio media vuelta, abrió una de las alforjas de su caballo y sacó un saquito blanco con alegres formas, muy pequeño, de papel –¿Quién quiere un caramelo?–dijo abriendo la bolsita y ofreciendo su dulce contenido. Nadie de la familia había probado nunca un caramelo. Sus hermanas secaron sus lágrimas y tomaron sendas golosinas. Sus ojos se abrieron como platos al experimentar aquel increíble sabor. Manuel fue el siguiente. Lo daba vueltas y vueltas en su boca. Y sonreía. Miraba a su madre y sonreía. El hombre tomó de nuevo la mano del pequeño y despacio le encaminó hacia su caballo. Mientras, unidas en abrazo desde el dintel de su puerta, las mujeres contemplaban cómo el niño marchaba de la mano con el extranjero. El escultor soltó la mano del niño para cogerlo por las axilas e izarlo sobre la montura del poderoso animal. René montó presto tras de él. Le rodeó con sus brazos y cogió las riendas–. No os arrepentiréis– aseguró a Fuencisla–. Se tocó el sombrero en gesto de saludo y puso su corcel a un rítmico y galán trote.
–Eso espero –susurró ella para sí­–. Hijas entrad en casa­–. Ordenó. Al punto rompió a llorar.

*****

Los obradores del escultor eran tres barracones de madera dispuestos en forma de “c”. Uno principal y dos más menudos. Parecían algo improvisado, “para durar por siempre”. A medida que se acercaban, el patear de los cascos del caballo sobre el terreno obtuvo curioso eco en el golpear de los martillos en los cinceles, y estos, a su vez, sobre las recias rocas de mármol. Una pegadiza y repetitiva cantinela surgía de dentro del taller, de la garganta de alguno de los artesanos que usaba sus golpes a modo de melodía y ritmo en medio del cual, cantaba a voz en cuello. Junto a una de las ventanas del taller principal había un pequeño montón de piedras de mármol de deshecho. Enfrente, bloques de mármol basto de tamaños varios aguardando a ser tallados –Sooo–. Ordenó René a su montura que, presta, se detuvo a la puerta del edificio. Ni siquiera le hacía falta tirar hacia atrás de las riendas, era una vieja yegua bien adiestrada. Un sirviente llegó ligero a sujetar al animal por las riendas mientras bajóse su dueño con cuidado de no derribar al niño, compuso un poco sus ropas, peluca, sombrero y extendió los brazos hacia el pequeño para ayudarle a bajar.
–Vamos hijo –El niño hesitaba–. Vamos pequeño, baja, no has nada que temer–. Tras bacilar unos segundos, el infante repitió el gesto del hombre y bajó solo. De la misma guisa que él un instante antes– ¡Aprendes rápido! Bien, muy bien. Ven, vayamos dentro te enseñaré el taller y a mis hombres –y echóse a andar–. Algo más de la mitad son franceses, como yo, el resto son españoles, mas podrás comprobar que todos ellos… –se dio cuenta de que estaba hablando solo–. El niño había restado inmóvil junto a la yegua y el sirviente.
–“Es un niño… diferente” –Las palabras de la madre resonaron en su memoria –.Habré de tener mucha paciencia contigo mas, bien seguro estoy, de que valdrá la pena–afirmó convencido mientras se acercaba al pequeño. Tomó su mano y tiró de él con suavidad invitándole así a seguirle. Manuel lo hizo.
Entraron al taller. Olía a reseco, a tierra, a sudor. Los hombres habían los cuerpos y los rostros cubiertos de sudor al que se pegaba el polvo del mármol. En cuanto entró el maestro, todos los ruidos, golpes, canciones y voces cesaron de súbito. Un único coro surgió al instante: –Buenos días maestro.
–Buenos días señores. Traigo un nuevo aprendiz. Su nombre es Manuel, es de aquí mismo, de Valsaín. Será una gran ayuda en el futuro. Habremos de tener especiales cuidados y cautelas con él pues es un muchacho… diferente. Os ruego a todos aguante y tenacidad con él. No quiero, pues, chanzas o chascos, con él, ni consentiré tropelía alguna contra su persona ¡Ay de los culpables si tal aconteciere y yo me enterare…! –El maestro recorrió con su severa mirada a todos los hombres hasta detenerla en uno –El maestro José se encargará de él– indicó dirigiéndose a un viejo escultor.
El aludido dejó las herramientas que asía sobre un banco y se acercó hacia el maestro y Manuel–. Podéis continuar el resto.
            Al instante la actividad cobró vida de nuevo en el taller mientras el maestro José acariciaba la cabeza del pequeño, el cual, sintió la dureza de sus dedos revolviendo su cabello–. Manuel ¿Eh?
            –Es muy tímido –afirmó Frémin–, aún no le he escuchado soltar palabra, pero tiene un don, una delicadeza, una sensibilidad... Sé que tiene un don para la escultura… mas habrá que arrancárselo cual si roca viva fuere. No dice ni mu, pero yo creo que entiende todo. Bien. Ocupáos de él. Urgentes menesteres me aguardan en palacio. Aquí os lo dejo. Labradlo maese José, labradlo. Labradlo con esmero. Es mármol de Carrara, ámbar del Báltico. Os reitero que tiene un don y dotes que no he visto antes en muchacho alguno–. Frémin miró de pronto a la nada, a un imposible vacío que se abría solo ante sus ojos– ni siquiera en mí mismo cuando era un joven aprendiz –musitó–. Siempre que pueda me ocuparé yo mismo de su formación y si él quiere, yo no me equivoco y Dios nos ayuda, en unos cuantos años será el mejor maestro del taller.
Las palabras pronunciadas por Frémin, a pesar de haberlo sido en baja voz y a pesar del coro de martilleos del taller de canteros fueron escuchadas por oídos recelosos. La envidia, sucia sierpe que se arrastra desde el principio de los tiempos entre las inmundicias y que forma parte de ella, comenzó a crecer sin razón en un corazón dispuesto a albergarla. Una mirada de soslayo y un gesto fruncido de quien se creía el mejor cantero y que hasta ahora se había arrogado en secreto el título de heredero del maestro, se dibujó con un desdén casi imperceptible en el rostro de André Poulain.
–Bien maese José marcho, pues.

*****

 Y marchó. René Frémin marchó dejándome solo allí, con aquellos desconocidos. Yo solo quería tornar a mi casa, con mi madre y mis hermanas. No quería estar en aquel polvoriento lugar lleno de ruidos y hombres sudando que me miraban de modo extraño. El frío hielo de la amargura se derritió en mis ojos y las lágrimas afloraron a mi rostro causando unas risas a las que me negué a mirar. Una mano fuerte y rugosa apartó con costosa delicadeza el triste rocío, barriéndolo despacio por mis pómulos.
–Guárdalas hijo. Guárdalas para otro momento –dijo la voz de maese José–, las lágrimas solo merecen ser vertidas en la alegría, en la contemplación de la belleza, en la admiración de la obra de Dios Nuestro Señor, en la celebración de la dicha propia, o de la familia, o del amigo. Las lágrimas de tristeza han de ser tragadas, devoradas por los hombres y no permitidas salir. Tú eres un hombre ¿verdad? No llores, pues. Los hombres no lloran.
Mas yo sí lloré, pues no era yo un hombre, era un niño y como tal obré, aunque con ello despertare las chanzas y risas en el taller de escultura. Todos me señalaban y se burlaban con palabras que no quería escuchar. Las poderosas manos del maestro José me tomaron y me llevaron consigo afuera, apartándome de aquel nefando coro de mofas. Cuando volví a escuchar sus palabras, reparé en que aún no había mirado su rostro. Estaba este velado por la neblina de mi propio llanto.
–Hijo, la vida no es fácil. Para nadie. Puedes ser una hoja en un río que se deja llevar a do quiera por la corriente o puedes ser el pez que pelea feroz contra ella. Te recomiendo que seas pez y luches… mas, tu elijes
Sus palabras no me consolaban y el hombre resopló resignado–. Sí que va a ser duro de tallar este mármol, sí. Te daré algo con lo que entretenerte.
Yo no me moví de do me hallaba y él me asió por los hombros y las piernas cual si algo sin peso tomare. Reparé entonces en su rostro. El hombre era mayor y un extraño pelo rojo cubría su cabeza y barbas. Me dio miedo al instante mas nada fice. Me llevó de nuevo al taller do arreciaron de nuevo las chanzas y las risas –no hagas caso hijo,– aconsejó mi maestro. Me enseñó una enorme piedra blanca y a continuación una hermosa figura de una mujer con el torso desnudo. A pesar de vivir con mi madre y hermanas jamás había visto “esas cosas” en el lugar que ellas tenían el pecho, mas la voz de maese José interrumpió mis pensamientos: –De una piedra como esta, ha salido esta hermosa estatua. Si el maestro Frémin está en lo cierto, te encantará saber cómo lo hemos hecho ¿verdad? Pues el primer paso es hacer el pedestal que todo sustenta. Ahí hay uno que está casi acabado, solo queda pulirlo.
Se echó encima de él con un gran cepillo de púas y cual si fuere mujer que lava ropa en el río, comenzó a frotarlo arriba y abajo rítmicamente, con fuerza.
–¿Ves? Hazlo tú ahora–, dijo tendiéndome el cepillo, mas yo no respondí, ni me moví. Estaba paralizado.
La piedra estaba llena de golpecillos del cincel que la afeaban sin dejarla lisa y pulida –mira como lo hago yo–, insistió el maestro José tornando al pulimento–. Es cansado pero muy sencillo– y comenzó de nuevo a frota vigorosamente la piedra. Al rato se irguió– ¿has visto? Es tu turno–. Yo me quedé allí en pie, sin nada obrar mirando sin mirar. El cantero se pasó la mano por sus rojizos cabellos y miró resoplando a sus burlescos compañeros quienes se deshacían en risas.
–¡Ánimo José! ¡Ya pule! ¡Ya pule!– soltó uno jacarandoso
–Sí, sí, casi lo ha cogido ja, ja, ja.
–Sí que te ha traído el maestro una piedra dura sí, ja, ja, ja. Ya le queda menos para ser el mejor del mundo ja, ja, ja–. Remachó André Poulain.
El veterano tallador ignoró todos los comentarios cual si con él no fueren y me miró de nuevo–. Bien hijo, te gustará o no te gustará, mas para llegar a ser el gran maestro que afirma Frémin serás, antes de todo has de ser aprendiz. Los aprendices hacen labores sencillas aunque fatigosas y esta es una de ellas. Hay que quitar la rugosidad al mármol ya trabajado con este cepillo, luego quitar lo que este deja con aquel más fino, luego lo que aquel deja con ese otro y finalmente, frotar aquellas piedras lisas y agua. Así queda la superficie completamente suave. Vamos, inténtalo –Mas yo no reaccionaba, algo me detenía, me atenazaba. Seguía allí cual si víctima de un pasmo fuere, quedo y silencioso, cual las estatuas que nos rodeaban

*****



Valsaín 27de Junio de 1733

Diez años habían transcurrido desde aquel día, desde que por primera vez pisare yo los talleres de esculturas de don René Frémin. Del débil, inculto y torpe niño que fui, habíame transformado en uno de los puntales del taller de don Renato, como le llamábamos los españoles. En ese tiempo habíanse conformado dos grupos bien diferenciados; el de los gabachos, encabezado por ese estúpido llamado André Poulain, quien solo hacía que buscar la mejor ocasión para nuestro daño, desprecio y menoscabo, y el nuestro el de los españoles, que eran muy afines y allegados a mi persona. Él y yo éramos, después de los maestros, los mejores escultores del obrador, pero como dos gallos en un corral no puede haber (y menos a las edades de diez y ocho años que ambos contábamos) competíamos silenciosamente las mas veces, y no en tan silencio las otras, que ya habíamos sido ambos apercibidos por el maestro don Renato, quien solo buscaba la concordia y paz en sus oficios.
Mas concordia no puede haber cuando por un lado no se hace más que molestar, malmeter, difamar y envidiar y por el otro solo se hace que aguantar. Yo, que siempre fui bien educado en la fe y religión de Jesucristo Nuestro Señor y que por buen cristiano me tenía, aguantaba y perdonaba cuanto podía, pero todo tiene un límite y lo de poner la otra mejilla está bien cuando se hace en loor de santidad, o en breve cantidad, y tenía yo ya entrambos carrillos tan bermejos de ponerlos, que si los había de poner una más pondríanseme colorados, mas de vergüenza esta vez. Lo que me hizo el infame André Poulain entonces os lo relato a continuación:
En las buscas de la concordia y paz que digo que buscaba el maestro, y en las de obtener los métodos de sacar lo mejor de sus hombres, un día nos anunció:
–Su majestad está cansado por las cosas del gobierno y ha hecho venir de la corte a un grupo de música para alegrar sus veladas. Él parte en unos días a atender sus menesteres en Burgos y los músicos tornan a la corte, pero le he pedido la gracias de que resten unos días aquí y me ha concedido su venia. Quiero probar una cosa que siempre deseé. En unos días, si Dios lo tiene a bien lo comprobaréis.
Pocos días después una pequeña caravana, cruzaba el río por el vado y subía por la suave loma do se hallaba nuestro taller. Frémin, profundamente satisfecho, veía cómo se acercaban traqueteando, media docena de carros con arcones de delicado forro bien afianzados. Quien venía en cabeza picó espuelas y adelantóse un tanto del  resto.
Cuando llegó a la altura del maestro, este sujetó al penco por una de las trabillas de la cabezada. El animal, manso, no se resistió–. Buenos días nos dé Dios.
–Buenos días tengáis, maese Frémin –respondió el otro una vez descabalgado, a la par que dibujaba con su cuerpo cortesana reverencia –aquí estamos, tal y como solicitasteis a su majestad –.El hombre miró a su alrededor, contemplando el valle con su río, los prados, los bosques y las tupidas cumbres– Hermoso lugar –.Luego arrugó un poco el gesto al ver la semi–ruinosa mole del otrora real palacio de los reyes de Castilla –¿He de suponer que ahí es do queréis que toquemos?
–No. Ahí solo estarán vuestros aposentos. Tocaréis aquí.
–Aquí… ¿dónde? –repuso el músico, buscando inexistente tablado, pabellón, templete o siquiera dosel  
–Aquí. Delante de mis talleres.
El otro hizo un mohín de disgusto mientras a sus espaldas llegaba el grueso de su orquesta –Mis hombres y yo no estamos acostumbrados a tocar sobre el barro, maese.
–Vamos, vamos, no exageréis. El suelo está seco y firme en esta época.
–Su majestad nos ha ordenado restar aquí dos jornadas y partir al alba de la tercera. Obviamente a vuestras expensas.
–Desde luego. No perdamos tiempo pues. ¿Podréis tocar para mis hombres tras del almuerzo? –El otro asintió –Perfecto. La mayoría de ellos jamás han escuchado la armonía de los  instrumentos. Preparad vuestros hombres y yo prepararé a los míos.
A la hora pactada, la orquesta de diez y ocho intérpretes, con sus vistosos trajes cortesanos, pelucas incluidas, estaba formada en media luna: Tres violines, dos violas, un violonchelo, un enorme contrabajo, dos trompetas, dos oboes, tres flautas, dos fagotes, unos timbales y un impresionante clavicémbalo decorado con un paisaje veneciano, constituían una increíble y única visión en mitad de aquel valle. Frente a ellos, unos más que sorprendidos escultores, entre los que me encontraba, sentados en pupitres, mirando atónitos la escena y pertrechados de papel y carboncillo, como el maestro nos había ordenado.
Este se situó entrambos grupos, miró complacido al lado de los músicos, luego al de sus fascinados hombres. Cerró los ojos y aspiró el fresco aroma, cual si quisiere retener para siempre aquella escena –.Siempre quise hacer esto. Enfrentar talentos para engendrar juntos. Os ruego, maestro Jiménez, que toquéis con toda vuestra destreza y que permitáis que vuestros hombres se inspiren de la belleza de estos parajes. Y a vosotros, los míos–, dijo girándose hacia nosotros– que inhaléis la música cual si delicioso aroma fuere. Permitid que viaje por vuestra mente, que se deslice por vuestro cuerpo, que more en vuestros seres, que envuelva a vuestras almas y que guíe a vuestras manos para que estas dibujen lo que aquella os susurre. Luego con los mejores dibujos, haremos esculturas –Se hizo el silencio –.Que los dioses del Olimpo viajen a los pies de Peñalara. Y ahora, queridos míos, os lo ruego, cread.
El río de fondo, el suave silbar del viento y el alegre triar de los pájaros se unió a la maravilla, a la armonía que surgió de aquellos instrumentos, y yo… pobre mortal, dejé de estar allí.
            ¿Habéis por ventura, un día en vuestra mente que sobresale encaramado, entre todos los demás? ¿Habéis por dichoso azar en vuestro recuerdo una jornada indeleble, que mora feliz entre vuestras remembranzas y que reina por cima de todas ellas? En feliz hora si la habéis, y si no, os compadezco pues aunque hayáis hoyado la tierra aún no habéis vivido. Yo, allí, en nuestro valle, rodeado del esplendor de la natura creada por Dios Nuestro Señor y envuelto por la magia sonora que brotaba por las manos de aquellos hombres, dejé a mi mente volar, a mi espíritu ser libre y al carboncillo correr a su albur sobre el papel, maravillándome de mi mismo, de mi obra, cuando los acordes cesaron, y el valle quedó en la  natural quietud en que siempre se hallaba.
Todos aplaudimos a rabiar a aquellos músicos. Jamás en mi vida hubiere pensado que tal maravilla existiere, mas igual que hay un cielo del que yo acababa de bajar, existe un infierno que el indigno André Poulain me iba a hacer sentir.
–André, recojed por favor todos los dibujos. Recordad todos que los dos más brillantes los incluiremos en el estatuario del palacio, o en las fuentes –Aquello causó gran regocijo entre nosotros y yo rogué a los cielos para que mi obra, lo que de un efímero pensamiento había salido, pudiese tornar en perpetua piedra para la contemplación de las generaciones futuras.
Todos iban entregando sus hojas a André mas cuando le di la mía, dio dos pasos, la miró, hizo un extraño ademán y luego rompió en risas, en carcajadas más bien.
–¿Qué es lo que ocurre? –Demandó el maestro Frémin haciéndose eco de mis pensamientos.
–¡Ja, ja, ja, ja,! ¡Mirad! ¡Mirad todos! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Mirad lo que llega a la inspiración de los españoles! ¡Ja, ja, ja! –Reía el estúpido… y entonces lo fue girando.
A medida que lo iba haciendo, quienes la presenciaban estallaban hirientes risotadas que yo no comprendía, pues mi grabado no merecía tales chanzas. Cuando lo vi… me puse en pie y grité encolerizado la verdad: –¡Yo no he dibujado tal cosa!
La maldita lámina dibujaba un par de asnos, perfectos en su ejecución salvo por sus caricaturizadas caras, con torpes risas y grotescos dientes… y los tales asnos estaban en pleno acto de la cópula.
–¡Manuel! –gritó furioso el maestro, arrebatando de las manos el papel a André.
            –¡Maestro yo no he hecho tal cosa! –Me defendí.
            –¡Pues para no haberlo hecho te ha quedado perfecta! ¡Incluso, tu firma! –La tal aseveración hizo que la risión se redoblase– ¡Basta! ¡Basta ya! ¡Callad todos!
El maestro me arrojó aquella lámina y al tomarla vi que, efectivamente alguien había simulado a la perfección mi firma. Y ese alguien solo podía ser uno, quien estaba recogiendo las hojas y había dado el cambiazo. –¡Esto lo ha hecho André! –Grité.
–¡¿Cómo te atreves?! ¡Paleto! –gritó él al instante– ¡Lleva tu propia firma!
–¿Cómo osas acusar a un compañero de tus propios actos? –demandó el maestro.
–Pero… ¡Maestro, yo no he sido! ¡Os lo juro por…!
–¡No jures! ¡Aquí no se jura! Tendrás tu castigo por esto. Grabarás en los pedestales de cada una de las estatuas qué son y quién las ha esculpido, si yo o el maestro Jean Thierry.
–¡Maestro, eso una labor de aprendices! –Protesté yo.
–Lo sé. Precisamente por eso te lo ordeno. Te hace falta una cura de humidad que apacigüe tu orgullo.
–Pero maestro… –intenté protestar, empero él alzó su mano, teniendo mi verba.
–Trabajarás dos horas más al día. Cuando todos concluyan su jornada, la tuya continuará, cincelando esas letras.
–Maestro, cuando acabamos la jornada casi ya no hay luz–. Defendióme uno de los míos.
–Para lo que ha de hacer no hacen falta muchas luces–, intervino el maldito André Poulain, desatando de nuevo las risas de los que mal me querían.
–¡Basta! –Zanjó el maestro–. Y ahora volved todos a la faena.
El hijo de perra de André Poulain me miró malévola y complacidamente por lo bajo mientras marchaba
–Tu correctivo Manuel, comenzará hoy mismo–. Sentenció mi maestro
Y esa misma tarde comenzó. Me hice un sombrero especial, con un pequeño cobre pulido y una vela que ponía delante para que me alumbrare y abordé la humillante tarea encomendada. Así un día y otro, y otro... y otro. Durante la jornada era casi un experto, esculpiendo las estatuas solo a falta de que los maestros rematasen los detalles del rostro, las manos o los pormenores en escudos, armaduras o atributos de dioses y héroes, mientras que al atardecer me convertía en un reo lego, que solo tallaba estúpidas letras en pedestales; Apolo, el fuego, la tierra, el agua, la religión, Anfitrite, Neptuno, la fidelidad, Asia, Hismenias y Saturno… rezaba en cada uno de sus pedestales y debajo Renato Frémin. Mientras que en otras; el invierno, la gloria de los príncipes, Europa, América, Venus, Belona, etcétera, grababa su autoría al maestro Thierry.
Huelga decir que durante todo ese tiempo las chanzas de los franceses contra los españoles en general y contra mí en particular, no cesaban. Bueno, solo cuando don Renato se acercaba, pues don Juan Thierry era muy afecto de los de su raza y les reía las gracias y les apoyaba en muchas dellas.
El día que colmó el vaso fue en una disputa en la hora del almuerzo. Los franceses se ufanaban mucho de que nos habían enseñado todo lo que sabíamos, de que si ellos no hubieran venido, nosotros seguiríamos cortando leños en los pinares y viviendo poco menos que como salvajes. Nosotros les dijimos que no era una mala manera de vivir, que al menos éramos felices y no estábamos todo el día en competencia los uno con los otros y sin casi tiempo de vivir y solo de trabajar. Ellos nos motejaron de vagos y nosotros a ellos de afeminados, que el poco tiempo que tenían libre lo pasaban mirándose en espejos y atusándose cuan si en vez de hombres, damitas de la corte fueren. De no haber llegado en ese mismo momento el maestro Frémin no sé qué habría pasado, pues los ánimos estaban calientes y como era la hora de comer, cada quién asía su cuchillo.
Nos dispersó. Ordenó que tornáremos al trabajo y dijo que era la última ocasión que toleraba eso en su casa. Que la próxima vez comenzaría a expulsar gente del taller.
Nadie puso palabra tras la suya… excepto el de siempre, el perro maldito de André Poulain, que como siempre, tenía que quedar por cima, como el aceite–. Al menos nos reconocemos en los espejos esos españoles… inútiles, no serían capaces ni de reconocer su propia efigie en un espejo–. Susurró cuando pasaba yo a su lado.
Estoy seguro de que lo hizo para enervarme y que le atacare o algo así, causando mi ruina y la deshonra de los españoles. Mas no entré a su trapo… ese día.
Entre tanto, seguía yo con mi pena que aún no me había sido levantada, de tallar letras en los pedestales y aconteció que se nos encargó realizar una estatua muy particular. Se trataba de realizar una copia de una hermosa obra que se exponía en los jardines de Versalles. El maestro Frémin nos enseñó el hermoso dibujo en el que un hombre con los dedos apresados por un árbol, era devorado por un fiero león.
–Representa a Milón de Crotona, uno de los atletas olímpicos más famosos de la antigua Grecia. La escultura muestra la muerte del atleta. Según la leyenda, Milón, ya anciano, quiso mostrar su fuerza abriendo en dos el tronco de un árbol que se encontraba fracturado. Pero él ya no era lo que fue, de modo que su mano quedó atrapada. Sin poder escapar de allí, termino siendo devorado por las bestias. Les ruego observen la terrible escena, su dramatismo, la violencia y la tensión muscular con que ha sido cincelada. Observen su lucha, tanto interna, como física, en el rostro y en los músculos de Milón, quien viéndose atrapado por el tronco, no puede defenderse de la fiera que lo ataca, viéndose así castigado por su presunción y su orgullo. Esa es la alegoría que esta escultura enseña.
Era de lo más hermoso que adornaría los jardines y en seguida tanto nosotros  los castellanos, como los franceses quisimos cincelarlo, empero el maestro, una vez más se lo dio a los gabachos. Con lo que nosotros nos vimos heridos y menospreciados pues habíamos adquirido habilidad suficiente para llevarlo a cabo. André Poulain, hijo de cien padres me miró con superioridad y desprecio. No lo podía evitar.
Como se hacía con todas las esculturas, se devastaba la tosca piedra de mármol, dando la preforma de lo que sería la escultura. Eso lo hacían los menos expertos. Luego los alumnos más aventajados se iban acercando a la forma final, dejando ya adivinar cómo quedaría la escultura. Los que casi éramos maestros, como yo, cincelábamos las partes menos importantes de ella: cabellos, espaldas, armas y luego bien el maestro Frémin o el maestro Thierry finalizaban la escultura, las manos, la cara, los músculos, las venas… A este Milón lo finalizaría don Renato en persona.
En menos de un mes los franceses hubieron dejado lista la piedra para que entrase en ella el maestro quien acostumbraba a dejar para lo último el rostro y eso… Dios me perdone… fue mi ruina. Os explico por qué:
Una oscura tarde de tormenta el maestro ordenó a todos abandonar las tareas antes de tiempo, por falta de luz… menos a mí, que seguía con mi pena de dejar los malditos pedestales letrados. En cuanto todos hubieron marchado, me fui a la hermosa obra del Milón de Crotona. Era maravillosa, la tensión en los músculos, la lucha del héroe por escapar de la bestia marcando todos sus músculos, usando infructuosamente toda su fuerza, la fiereza de la bestia que ya le devoraba, y el rostro aún en piedra tosca –“ viéndose así castigado por su presunción y su orgullo. Esa es la alegoría que esta escultura enseña”–, nos había dicho el maestro Frémin. La miré y remiré, era casi perfecta, las contorsiones en dolorosa agonía, eran estremecedores. Se veía que aquel hombre fuerte sufría terriblemente por el dolor, dolor que hinchaba sus músculos, tensionándolos a la par que su pecho se elevaba para intentar contener ese dolor. Al punto vi el rostro en mi mente, el que debía tener, cómo debería ser: Lleno de aterrador dramatismo; mostrando las emociones humanas desatadas en su última agonía; los ojos desorbitados; la boca abierta mostrando a la par terror, culpabilidad e indignación por haber recibido un inmerecido castigo… y todo ello, en la faz de André Poulain.
A la mañana siguiente cuando todos retomábamos las tareas en el taller, empezó a llegar un rumor, de la parte de los franceses, de la parte donde se encontraba el Milón de Crotona. El rumor subía en intensidad, en fuerza y había un hombre gritando… y gritaba mi nombre.
Todos se precipitaron hacia allí, menos yo, que seguí muy tranquilo en mi sitio.
Al momento, en el gran barullo montado alrededor del viejo atleta apareció el maestro don Renato Frémin colocándose la peluca apresuradamente.
–¡¡Manueeeel!! –Chilló.
Los españoles llegaron y me abrazaron, me auparon entre vivas y alzándome entre todos me llevaron en volandas, y no es un modo de hablar, ante el maestro Frémin. Los franceses chillaban, braceaban, berreaban mostrando el rostro que yo había esculpido por la noche. Sí, era el de André Poulain.
El maestro intentó calmar la agitación de sus compatriotas, mas esta vez no le fue fácil. Eran presa del furor, la indignación, la vejación, la cólera, y en común frente, encabezados por el más insultado, querían venirse hacia mí, mas los españoles me hicieron barrera ocultándome tras ella.
–¡Basta! ¡Basta! ¡¡Bastaaaa!!–Gritó René Frémin sacando su sable. A la visión del acero, nunca antes esgrimido ante nosotros, los dos grupos callamos– ¡Fuera de aquí! ¡Todos! ¡Al trabajo! ¡Y, ay de aquel que roce un pelo de otro! ¡Marchad! ¡Ya! –Todos dimos media vuelta–. Manuel, tú no–, ordenó tras enfundar de nuevo su espada.
Se acercó del todo nariz con nariz, al rostro cincelado con nocturnidad y alevosía, examinándolo, escrutándolo– ¿Cómo… cómo… has podido hacer eso?
Agaché la cabeza culpable–. Yo… lo siento maestro, yo… es que…
–Te estoy preguntando, cómo has podido hacer esto, así de… perfecto, sin casi… sin casi luz… Lo cincelaste casi a ciegas. ¿Cómo… cómo has podido hacerlo? –Lejos de estar enfadado, mi mentor parecía fascinado mirando el rostro de Poulain.
–… Pues… no sé, maestro.
–Lo ves en tu mente ¿verdad? Lo ves incluso a ciegas, lo que quieres esculpir. Está en tu cabeza en tres dimensiones que manejas a tu antojo. Tocas el mármol, lo sientes y casi con los ojos cerrados, plasmas en él lo que hay en tu cabeza ¿Verdad?
Era verdad–. Sssí… maestro.
–Sí, ya sé que sí. Solo… solo los genios hacen eso. Desde el primer momento en que te vi cuando eras un niño, hacer en arcilla el rostro de tu madre… sabía… sabía que no me equivocaría contigo y que… este día tendría que llegar.
–No os entiendo maestro.
–¡Ay del alumno que no supera a su maestro! no entiendes lo que has hecho, has hecho algo, algo maravilloso… mas algo, que solo nos corresponde ejecutar a mí o al maestro Thierry y lo has hecho insultando a un compañero. Los franceses me pedirán tu cabeza. Eres mi mejor alumno, siempre lo has sido, mas… créeme que lamento mucho decirte que esto ha legado demasiado lejos. Tendrás… tendrás que marchar del taller.
El alma se congeló en mi cuerpo y luego cayó a mis pies haciéndose añicos –Maestro… este taller… esculpir… es mi vida.
–Lo siento hijo, muchísimo, mas para mi desdicha, no hay cabida aquí ya para ti.
–Pero… pero… yo…–. No encontraba palabras, sabía que lo que había hecho estaba mal. Nunca pensé que dar el escarmiento que merecía el maldito André Poulain me iba a acarrear tan funesta y definitiva consecuencia –. Maestro, si me expulsáis sin más del taller más célebre de Castilla, me cerrará las puertas de cualquier otro.
Mi maestro asintió sin dejar de mirar el rostro de Milón. Luego suspiró, profundamente, como quien busca una solución que no encuentra.– Llevas razón –se rascó la cabeza, y al hacerlo cual si mágica lámpara hubiere frotado, pareció acudir a ella una idea –Hay un hombre a quien hice grueso favor en el pasado, que le hizo quedar muy bien ante su majestad y medrar grandemente en su corte. Me juró que siempre estaría en deuda conmigo: Don Fadrique Vicente Álvarez de Toledo, IV marqués de Villanueva de Valdueza y es un gran mecenas. Te extenderé una carta de recomendación–. Luego, el maestro se acercó a mí, cambió su severo gesto, me sonrió y me acarició el rostro. Sus ojos titilaban –Te he criado y enseñado como a un hijo. Sé digno de mí.

Días después, tras despedirme de mis compañeros, de mi madre y mis hermanas, marché por los caminos hasta llegar al palacio de don Fadrique do, ciertamente, la carta que portaba me abrió sus puertas. Trabajé mucho para él y además me lancé al arte de la pintura. Mi mecenas me relató las increíbles hazañas de su bisabuelo, el primer marqués de Villanueva de Valdueza, para que captare su espíritu y le pintare un cuadro que narrare los orígenes de su linaje. Aquel hombre, su bisabuelo, había vivido aventuras sin par en todos los mares del orbe. Fue Capitán General de la Armada del mar océano, de la guardia de Indias, de las gentes de guerra del reino de Portugal, caballero de la orden de Santiago, comendador mayor de Castilla y por supuesto, marqués de Villanueva de Valdueza. A sus órdenes se formaron y se prepararon hombres y flotas para la guerra. A su mandato acudieron prestas y siempre fieles las escuadras de todos los rincones de las Españas: la de las Cuatro Villas, la de Vizcaya, la de Guipúzcoa, la de Portugal, la de Tierra Firme… siempre fue ganador del berberisco, azote para el pirata, verdugo del holandés, temor del inglés, espanto del turco y odiado por el francés. En todo momento y lugar, para mayor gloria y honor de España, les derrotó. Jamás ellos lo hicieron con él. Aquel antepasado de mi benefactor se llamó Fadrique de Toledo y Osorio.
Como se me encargó, pinté el cuadro con sus hazañas. Yo soy un simple escultor, un artista, mas su épica vida es una historia que ciertamente merece ser contada, conocida y narrada. Lo será, y si sois de natural curioso y paciente la conoceréis en breve, mas esa historia… es ya otra historia…











Como se indica en el relato, todas las estatuas que se encuentran en los jardines del Palacio de San Ildefonso tienen por detrás de su pedestal grabado qué son y qué maestro las esculpió. No obstante me he tomado la licencia de decir que fue el bueno de Manuel quien las grabó, cuando en realidad lo hizo un nieto de Hubert Dumandré, el director de los trabajos de escultura a finales del reinado de Felipe V, hacia 1746
En 1738 el maestro Frémin solicitó la venia real para retornar a Paris y como indican las crónicas: “la consiguió muy bien remunerado y provisto”


Quizá sorprenda en este relato el que se indique que el rey Felipe V vivía en el palacio de Valsaín durante las obras del de La Granja y que también el taller de escultura se hallaba en él. Esto es cierto. Solemos pensar que cuando se quemó el palacio de Valsaín lo hizo por completo, pero en el incendio ardió solo el lado de poniente, quedando el resto casi intacto. En lugar de reconstruirlo fue expoliado para construir el actual palacio de San Ildefonso, pues el rey prefería este otro lugar. Buena parte de sus sillares de piedra, rejas, puertas, plomo, pizarras, vigas e incluso los bojes de su jardín, fueron usados en la nueva morada real.
Por otro lado, a nosotros, los de La Granja y Valsaín siempre nos han contado desde pequeños que el palacio lo quemó Juana la Loca. Difícilmente pudo hacerlo, pues cuando el palacio ardió en 1682 esta reina de Castilla (tan maltratada por sus contemporáneos y por la historia) llevaba ya muerta 127, pues falleció en 1555.


¿Quién repara en las estatuas cuando va a los jardines de La Granja? La escultura de Milón de Crotona se encuentra frente a la fachada del palacio, a la izquierda del parterre de la cascada nueva. Según reza en su pedestal, fue elaborada por Renato Frémin y es una copia de la que había en Versalles, obra de Pierre Puget y en la actualidad se puede admirar en el museo del Louvre de París.
En los jardines de La Granja ocurre lo que en tantos lugares, aquí nunca mejor dicho, que los árboles no nos dejan ver el bosque. Además de la innegable belleza del lugar y de la grandiosidad de sus fuentes, el jardín está lleno de estaturas y jarrones… pero de estaturas y jarrones que, si se observa con ojo atento, cuentan cosas...
Invito a todos los lectores a que, un día de paseo, disfruten de la observación de las estatuas que adornan los jardines, a escuchar sus historias, a que se dejen llevar por lo que observen… a dejar volar su imaginación, ¿Quién las creó? ¿Qué vida pudo tener? ¿Qué nos quiso contar con esa escultura?... decía Santa Teresa que la imaginación “es la loca de la casa” dejémosla libre pues, que “haga el loco” a su antojo. Quién sabe, contemplando alguna de esas bellas estatuas u ornamentados jarrones, puede salirnos algún relato, que luego podamos contar…


¡¡Quedaros con la copla del último personaje que aparece: don Fadrique de Toledo y Osorio. Él es uno de los protagonistas de mi próxima novela!!

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–… Y si nos encontramos por la calle, desde luego, también. Y con más motivo.